Consideraciones sobre el renacimiento de la vida en tiempos de pandemia

Isidro Catela Marcos. Departamento de Humanidades UFV

Lección inaugural Curso 2020-2021

Excelentísimo Sr. Rector Magnífico; Reverendo Padre Cereceda; autoridades académicas; queridos alumnos, compañeros de aquí, compañeros de allá, en sesión remota asíncrona, compañeros, cum panis, con los que compartir, ahora más que nunca, el pan y la palabra, los gozos y las sombras; compañeros, al fin, a los que proponeros un extraño abrazo fuerte y duradero, hasta que todo nos duela. Parafraseando a Cortázar, mejor que me duelan los huesos por quereros, que el alma por extrañaros. Porque quízá la manifestación más profunda de amistad, que se entiende muy bien en nuestros tiempos vacilantes, no sea tanto “querer a alguien” como “querer con” alguien. Queda expresado a la perfección en aquel célebre epígrafe de Miguel Hernández a sus propios versos: en Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto Ramón Sijé, con quien tanto quería. No es de extrañar que cierre la elegía diciendo: … que tenemos que hablar de tantas cosas, compañero del alma, compañero.

Muy queridos todos, compañeros, disculpad la emoción y perdonad si a alguno le parece impropio o que es de ser un poco cenizo, pero hoy, en este comienzo, voy a hablaros de un final, voy a hablaros del punto y seguido de la muerte. En realidad no será el tema central, sino un pretexto hermoso, a pesar de su dureza, para hablar de cómo afrontar estos tiempos de incertidumbre, pues, aunque nos inquiete el misterio que abre el llamado “más allá”, si algo nos enseña la muerte es cómo debemos vivir aquí y ahora, la muerte como perenne maestra de vida.

He titulado la lección “La urgencia de vivir en verdad. Consideraciones sobre el renacimiento de la vida en tiempos de pandemia”. Será una breve lectio dividida en tres partes, cuatro palabras: muerte, vida y vida eterna.. Y lo voy a hacer, como cabe sospechar de un humanista que procede del ámbito de la Comunicación, con el hilo vertebrador de la palabra: yerba que siempre prende en el cemento más seco. No sólo esa palabra que siempre nos queda, cuando hemos perdido la vida, el tiempo y todo lo que tiramos como un anillo al agua -en el decir de Blas de Otero-. No sólo la palabra puesta en un altar pagano, como hace esa serie estrenada en Netflix durante el confinamiento (Talking Heads), que nos deslumbra en la dicción, con los mejores actores británicos del momento. Más bien y sobre todo, es esa palabra que reconoce el alma humana, siempre inquieta por la verdad y la hermosura. La palabra principal, la del principio, la Palabra hecha carne. In principio erat Verbum, que corola los romances de san Juan de la Cruz. Él moraba en el principio y principio no tenía. Él era el mismo principio, por eso de él carecía.

La lección va dedicada a los muertos invisibles, a los muertos que no nos han enseñado en la mayoría de los medios de comunicación españoles durante los meses más duros de la COVID 19. Y va dedicada, muy especialmente, a aquellos de vosotros, compañeros de camino y de comunidad, que habéis sufrido (o que estáis sufriendo) la pandemia de forma más cruda, en carne propia o en vuestros seres más queridos.

Muerte

Decía san Agustín que aun en tiempos en los que todos desean mentir, nadie quiere que le mientan. En palabras de Ortega y Gasset, una vida sin verdad no merece la pena ser vivida. La vida humana, en este mundo, también en tiempos de inflada posverdad, nos asalta con una verdad insoslayable: su finitud. Ese límite natural posibilita que nuestros actos tengan un valor moral absoluto. No tengo todo el tiempo del mundo para leer el libro y ver la serie que tengo pendientes, o para peregrinar a Tierra Santa; no tengo todo el tiempo del mundo para decirle a las personas que quiero, que las quiero. Y ante el límite, cabe comprender la realidad como posibilidad creativa, o caer presos de esa tentación tan contemporánea que es la impaciencia. Tal es la gran tarea de nuestra época -dice Jorge Freire en Agitaciónla de dejar de huir hacia delante. Bien está que los animales con vejiga natatoria, que obtienen el oxígeno del movimiento se agiten sin cesar, pero, ¿es acaso nuestro cometido movernos constantemente hacia delante, como un tiburón que escapa de la muerte?

Que en nuestro tiempo muchos seamos presa del movimiento perpetuo, nos asemeja a la castigada figura de Ixión, atado con serpientes a una rueda ardiente que gira sin cesar en las entrañas de la tierra. Nos recuerda también, inevitablemente, a esas peculiares mascotas que son los hamsters y que necesitan solo tres cosas para vivir: agua, comida y una rueda para correr sin parar. No colocarles la rueda en la jaula puede condenarlos a la muerte. A nosotros, sin embargo, es la rueda del movimiento perpetuo la que puede matarnos, al menos puede infartarnos el alma, sumirnos en el ánimo propio de una montaña rusa, que oscila entre la euforia y el abatimiento, y nos sostiene nunca del todo dormidos, nunca del todo despiertos. Incapaces de la contemplación y el verdadero reposo, enterrados en el entumecimiento. Entregados en todo caso a un descansar de la rueda para poder cargar las pilas, es decir, entregados al movimiento incluso cuando descansamos, caminando hacia el precipicio de los consumidores consumidos. Muertos en vida.

«La protección se ejerce mediante una herida, de una contrafuerza que, llevando dentro de sí el mal, impide que éste se manifieste. La inmunidad lleva en sí misma la muerte, como la lleva la vida»

A menudo los momentos de crisis nos posibilitan un discernimiento más profundo. Es obvio que no para todo el mundo, que no saldremos todos mejores de ésta, pero es evidente también que una ocasión así puede despertar a muchos de un hechizo que ya había durado bastante: el de transitar por la vida sin contar con la muerte. Ahora, en un escenario insospechado, se nos ofrece como regalo, no solo una lección de vida en la fragilidad, sino una auténtica lección en la vulnerabilidad común. Más allá de la inmunitas que hace referencia a lo propio, y en la estela del filósofo italiano Roberto Espósito, es el momento de dar protagonismo a la communitas, cuya naturaleza es lo común. La pandemia nos ha mostrado el desolador escenario de las calles vacías y nos ha privado de la exuberancia de los abrazos hasta convertir las relaciones en interacciones temerosas, atravesadas por el recelo y ese gesto extraño de chocar los codos, que a los ojos de la OMS incluso ha dejado de ser seguro. Pero estaríamos ciegos si no reconociéramos también los síntomas de renacimiento de la vida en tiempos de pandemia. Hasta la vacuna no es más que una dosis atenuada o inactiva del virus que se pretende evitar. La protección se ejerce mediante una herida, de una contrafuerza que, llevando dentro de sí el mal, impide que éste se manifieste. La inmunidad lleva en sí misma la muerte, como la lleva la vida.

Estamos ante una oportunidad excepcional para desconfinar a la muerte, sacarla de la pantomima de Halloween, para nombrarla y hacerla compañera connatural de camino, que nos interpela a diario, a cada uno, sobre cómo estamos viviendo, aquí y ahora, en la línea de salida de un nuevo curso, al que le sobra la rueda del hámster y al que le hacen falta el sábado, hecho para el hombre, y el domingo, sin el que no podemos vivir. Una vida en la que inmunitas y conmunitas se reclamen, en la que la muerte tenga una palabra importante que decir, pero no tenga nunca la última palabra.

Vida

Lo raro es vivir, titulaba una de sus novelas mi paisana Carmen Martín Gaite. Vivir es urgente, repetía Pau Donés, el famoso cantante, líder de Jarabe de Palo, recientemente fallecido a los 54 años, víctima de un cáncer. Pau Donés concedió una entrevista tan solo quince días antes de morir, que se ha convertido en un documental, con el título “Eso que tú me das”. Aunque nos lo han hurtado en la promoción, en la película, que se estrena en octubre, Donés hace un canto sencillo a la vida, cuando Jordi Évole, su entrevistador, le tienta con la eutanasia. Eso nunca. Yo vivir, vivir, siempre vivir –contesta-. Está muy bien ese reclamo de la vida en medio del páramo de la cultura de la muerte, pero cabe dar un paso más y preguntarnos:  vivir ¿para qué? ¿para ir a dónde? Siempre hay por quién vivir y a quien amar –cantaba Julio Iglesias– (para los más carrozas). Si te esperé toda una vida, qué más da un poco más -canta Dani Fernández– (para los más jóvenes).

Mi vida, tu vida, la vida de cada cual, en su realidad concreta, no es “cosa” alguna. Es, en palabras de Julián Marías, proyecto, empresa, misión, y así, acontece, se va haciendo. Como narración, como urdimbre, como trama. Cuánta necesidad tenemos de respirar la verdad de las buenas narraciones, las buenas historias; historias que construyan, no que destruyan; de historias que nos ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión y de la congoja, necesitamos una narración humana, que nos hable de nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que -en términos del último Mensaje Pontificio para las Comunicaciones Sociales – sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos a otros. Narración cordial, es decir, que la brota del corazón, que exalta, por eso, la concordia y destierra la división y la inquina.

Vida narrada en común, que habite más cerca del citado corazón que del ombligo, porque replegarla sería la condena del adulto –en palabras de Ricardo Franco-, la vida que allí donde una vez hubo asombro, admiración, ligereza, maravilla, gratitud y espadas de madera, dejó crecer la semilla amarga de la construcción del propio bien en aras del deber. Apareció entonces ese hombre prematuramente viejo y ensimismado de su cuenta corriente y su autosuficiencia, carente de ternura, un ciudadano que bien conocemos, porque, a menudo –seamos sinceros-, tiene nuestro propio rostro, y carga nuestra propia cruz.

Me conmovió hasta las lágrimas la primera vez que visité el centro de cuidados paliativos que los religiosos camilos tienen en Tres Cantos, Madrid. Allí, los enfermos terminales que lo desean, entre otras muchas cosas, tienen un lugar pensado para una despedida en común: una barbacoa, no solo para cantar gracias a la vida, en general, sino para decirles “muchas gracias” a muchos, e incluso pedirles “perdón” a algunos. Para decirles “hasta el Cielo, si Dios quiere”. Un ejemplo de cuidados paliativos en tiempos de parca a la carta, toda una fiesta de la vida que, mirando fijamente a los ojos a la muerte, se convierte en una sencilla celebración de lo cotidiano. En una narración, una historia anclada ya para siempre a la Historia, con mayúscula. Allí en la barbacoa – que a alguno le puede resultar insoportable- se celebra que el mundo no es una caverna, aunque haya numerosas cavernas en el mundo. Allí se sabe y se experimenta que está bien mucha vida, pero que demasiada luz deslumbra, que la luz excesiva se lo traga todo, al igual que hace la oscuridad, y que, a la postre, ni la una ni la otra nos convienen del todo. Que más nos vale, especialmente en los momentos finales, la claridad. Nuestra capacidad de ver y de vivir reclama una claridad similar a la de la media tarde o una penumbra como la del atardecer. Luz que es claridad intermedia no solo para los ojos, sino también para los sonidos y, por supuesto, para las palabras. Sabemos que hay palabras claras y luminosas. Cuando la luz intermedia se convierte en calor –dice Josep María Esquirol-, aparecen entonces las palabras cálidas, sentidas, reveladoras de que la esencia del lenguaje es el amparo. Palabras que celebramos tantas veces sobre la tabla de una mesa, siempre con una hogaza de pan y un poco de buen vino, o alrededor de una barbacoa. Palabras, en ocasiones, como brasas.

Vida, en definitiva, que entiende la cruz, pero la trasciende, que no espera solo la luz al final del túnel, sino que la experimenta ya, aquí y ahora: claridad y luz durante el túnel. Vida que no es “sí, pero todavía no”, al modo de una promesa de incierto pronóstico, sino “ya sí, pero todavía más”, al modo de una verdad razonable, que hemos comenzado a vislumbrar, a balbucear, a pronunciar y a gustar en las barbacoas de este mundo.

Vida eterna

Algunos dicen que todo esto es un engañabobos, palabrería, no más que un cuento. Un cuento muy serio, en todo caso, en el que solo caben dos senderos que se excluyen entre sí: el de Dios o el de la Nada. Tomemos el segundo, en confrontación pacífica con aquellos que sostienen, por ejemplo, que son fruto del azar realidades tales como la belleza mortal del alacrán, los indicios de vida en Venus, la policromía de una aurora boreal, la inquietud de un corazón inquieto hasta que no descanse en Dios, o las cosas que tienen que suceder para que, parafraseando al poeta, tú te llames Ángel González (o, digamos por caso, Daniel Sada). Todo sería así absurdo, porque todo habría de quedarse en nada. También la desolación, el dolor, la injusticia. Pero, ¿cómo podría ser esta nada la última palabra? ¿Eran envejecer, morir, tan solo las dimensiones del teatro? ¿Tan solo el argumento de la obra, como versa Gil de Biedma? Si es así, ¿por qué la lucha? ¿por qué aplaudir a las ocho, por qué animarnos unos a otros con el hashtag #todovaairbien, en la esperanza de días mejores? ¿Por qué elaborar esas Guías Docentes casi perfectas que acabamos de entregar? ¿Por qué alfabetizarnos ahora en Canvas y peregrinar desde Moodle? ¿Por qué estrenar un nuevo curso? ¿Sólo para andar sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo, ir de mi corazón a mis asuntos…?

«Pero el sentido existe, me es evidente porque lo veo actuar a cada instante. Y este sentido nos remite a su fundamento. Si mi vida ha de tener sentido, es precisa la perdurabilidad y continuidad de la misma»

Si bien nuestra instalación corpórea (nuestra maravillosa y a la vez pobre estructura empírica, estos cuerpecillos o esos cincelados cuerpazos que algunos tenéis) nos remiten a un horizonte cerrado, a la noche en su acepción más oscura, porque nos abocan al polvo en que hemos de convertirnos, no sucede lo mismo con nuestro núcleo proyectivo que postula la pervivencia. Ese polvo enamorado, de Quevedo. Esa muerte que no interrumpe nada, de Luis Rosales, porque, a pesar de lo que solemos creer, se quema quien no sufre y morir es como amar, un aprendizaje progresivo y asiduo. Esa luz que siempre arrasa el reino de la noche, de Carlos Marzal. Esos jinetes de luz que hay en la hora oscura, de Julio Martín Mesanza.

El sentido íntegro de nuestra existencia se cifra en la respuesta a los interrogantes que en su día planteó Miguel de Unamuno. ¿Quién soy yo? ¿Qué será de mí? Si mi vida estuviera abocada a la aniquilación, en última instancia nada tendría sentido. Pero el sentido existe, me es evidente porque lo veo actuar a cada instante. Y este sentido nos remite a su fundamento. Si mi vida ha de tener sentido, es precisa la perdurabilidad y continuidad de la misma.

Lo urgente es comprender que ese fundamento, esa verdad es la que me posee a mí y no a la inversa. El esplendor de la verdad en tiempos de fakes news. La verdad, dice Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Ese vivir en verdad, que parte de la humildad, tan de santa Teresa. Esa voluntad de verdad, de Zubiri. La airada pretensión de certeza está orientada hacia atrás, para atar los cabos de una seguridad que nos garantice el dominio de la razón -subraya el maestro Alejandro Llano-. Sin embargo, la búsqueda sincera de la verdad me lanza hacia adelante, me lanza, nada menos, que hacia la vida eterna. Si busco esa verdad, no pretendo seguridades cortoplacistas para un tiempo de pandemia. Todo lo contrario, si busco esa verdad, intentaré hacer vulnerable lo ya sabido, porque pretenderé siempre saber más y mejor. Y, paradójicamente, esa apertura al riesgo, al Misterio radical de la vida, es la que me hará, en cierto modo invulnerable, pues ya no estaré supeditado a mis pequeños intereses, ya no tendré que hincar la rodilla ante nadie más, ya solo tendré que arrodillarme ante Uno.

En su Jesús de Nazaret, Ratzinger nos pregunta a bocajarro. ¿Qué ha traído Jesús al mundo? ¿El fin de las guerras? ¿El fin del hambre? ¿Un Estado de bienestar sostenible y justo para todos? Evidentemente, todo eso, no lo ha traído. Al menos a día de hoy, no parece haber llegado. Jesús nos ha traído a Dios, lo que sucede es que a nosotros eso nos parece poco.

El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, la vida del mundo futuro. Nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios. No es una fe nacida de nuestras expectativas de salvación. No es la del que confunde, más aún en nuestro tiempo, salvación con salud.  Se trata de la fe de aquel que se atreve, sin complejos, a proclamar que Jesús es el Señor y cree con su corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Vana sería nuestra fe sin esta verdad. Vana una razón estrecha que expulsara de la Universidad las cuestiones decisivas como ésta. Vana una vida que tuviera un absurdo punto y final y que, por lo tanto, incluso habiendo sido una buena vida, no fuera en verdad una vida buena, una vida plena.

Se nos está pidiendo, ni más ni menos, que dar fe, ejercitar la discreta misión del testigo. Nuestro tiempo -decía san Pablo VIatiende más a los testigos que a los maestros y, si atiende a los maestros, es porque son testigos. Discreta misión para no arrasarla con la vanidad, tan del ámbito periodístico y que -vanidad de vanidades- ya denuncia el Eclesiastés. Vidas discretas, pero únicas, irrepetibles e imprescindibles, como la de Mateo en el claroscuro de Caravaggio. La luz, a un tiempo, como un cíncel afilado y un martillo perseverante. En verso de Andrés Catalán: esa insistencia que tiene la belleza de convertirse en ritmo y enmarcarse en nuevo lenguaje.

Dice Hanna Arendt que incluso en los tiempos más oscuros, tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y que dicha iluminación pueda provenir menos de las teorías y los conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil (diríamos, esa luz de media tarde o del atardecer) que algunos hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos y en sus vidas. Incluso aunque sus vidas sean ocultas a los ojos de la gran opinión pública, como la vida sencilla y escondida del beato Franz Jägersttáter, un campesino austriaco, objetor de conciencia, mártir del nacionalsocialismo, que el cineasta Terrence Malick retrata en su última película (Vida oculta), y que cierra con estas claras y cálidas palabras: que el bien siga creciendo en el mundo depende en parte de actos no históricos y que las cosas no vayan tan mal entre nosotros, como podría haber sido, se debe en parte a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita.

Una tumba real como la que visita Enrique García Máiquez en su brutal y emocionante epitafio a una joven madre, que no es una madre cualquiera, sino que tiene rostro, nombre y apellidos concretos. Se llama Cristina Moreno y el poema/epitafio dice así: NO, no te sea leve la tierra en que reposas / ni tampoco tranquila. No estás acostumbrada. / Que sobre ella retumben cada día más firmes / los pasos de tus hijos y el ruido de sus risas.

Queridos compañeros, puede parecer extraño, pero no os deseo un curso tranquilo. Que no nos sea nunca leve la tierra en que reposemos, ni tampoco tranquila. No pido para vosotros levedad en la tierra, sino peso, en el sentido de san Agustín, cuando afirma que nuestro amor es nuestro peso, porque ahora que andamos agitados en busca de remedios para la angustia, quizá alcancemos a ver con mayor claridad que lo que nos salva de toda aflicción y desgracia, no es el conocimiento sino el amor; al menos no es el conocimiento, sino está conectado íntimamente con el amor. Es eso lo que pido para nosotros, para este curso. No un amor cualquiera, sino amor de donación. Donar, donarse, que es dar sin perder. Ese amor de donación que brota de una dependencia reconocida, que lleva las luces largas del que se sabe ciudadano del Cielo y que se concreta, entre otras muchas palabras en agradecer, perdonar, admirar, contemplar, despertar, aprender, formar, descubrir, acoger, acompañar, sacrificarse, decidir, corregir, transformar, apiadarse, experimentar ternura y misericordia…

Celebremos, compañeros, la vida como Dios manda.  Con muerte que atraviesa la vida. Con vida que nos troquela y, aparentemente, sucumbe ante la muerte. Con vida eterna siempre en el horizonte de nuestra vida apurada. También en el exilio, el pueblo de Israel tuvo que reinventar desde el inicio sus etilos de vida y aceptar el riesgo de la zozobra. Vivamos como kairós -tiempo de Dios- nuestra convulsa cronología.

Para todos, mucha vida en este nuevo curso que ahora arranca y que cree asustarnos con su mudez y su desasosiego; vida, sí, mas vida que no acaba: vida en abundancia.

Muchas gracias.

He dicho.

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