María Hernández Martínez
Recuerdo haber estado en una habitación de hospital, visitando a un familiar enfermo. La extrema delgadez de su rostro anunciaba que no habría una próxima vez. Se encontraba en fase terminal. La evidencia pesaba en el ambiente junto a un calor pegajoso de principios de agosto y se entremezclaba con la sensación de estar ante un hecho tremendamente injusto.
Tras las preguntas de rigor sobre su estado, la conversación se volvió huidiza, como un inútil camuflaje de nuestra torpeza.
Lo propio -me parecía a mí- era andarse sin rodeos, preguntarle cómo aún era posible esa calma que le vestía, aquel saber estar tan suyo. Hubiera querido saber qué le recorría el alma en esos días, a tan pocas paradas del final. Tal vez un simple “¿cómo estás?”, pero de esos que desembocan con toda la intención y sostienen la mirada, aunque un par de ojos queden algo lejos y hundidos, al fondo de un semblante desgastado por el cáncer.
Esto es precisamente lo que hacen Pau Donés y Jordi Evole en el documental “Eso que tú me das”. A apenas quince días de distancia de la muerte de uno, dos amigos sortean la incomodidad de la existencia desnuda, agonizante y conversan sin rodeos ante el drama que supone que la vida se nos acabe.
En general, las preguntas son pertinentes y nada más comenzar, Évole deja entrever lo imponente que resulta una presencia que recuerda la inexorabilidad de la muerte. “Ahora no sé qué preguntarte”. Enseguida Donés interviene con un tranquilizador “hablemos de la vida, de las cosas”, porque frente al pretendido no querer importunar al otro tratando <<determinados temas>>, lo cierto es que con frecuencia hay más incomodidad y temor en los que creemos ver la enfermedad y la muerte de lejos (todavía ajenas) que en el que las espera a la vuelta de la esquina. “Hay más libertad desde el momento en que aceptas que la muerte forma parte de la vida, las cosas que nos preocupan no importan”, asegura el protagonista.
Por eso nos asomamos a esta entrevista, para descubrir si uno que va por delante nos puede ayudar a vivir mejor al compartirnos un poco de esa claridad que alcanza al aceptar que el tiempo termina. Porque –no nos engañemos- mientras tanto no nos lo creemos del todo o, al menos, no vivimos de manera consecuente. Por eso estamos necesitados de cierta cercanía de las muertes de los demás, pues a través de esta separación nos planteamos que eso nos ocurrirá también a nosotros. Esta toma de conciencia y el convivir con esta dimensión no nos priva de la vida, sino que exige que todo lo que llevemos a cabo sea hecho con seriedad.
Además de este tonificante recordatorio, al describir la rutina que tanto asegura disfrutar, Pau Donés nos regala lo que a esas alturas se le revela como valioso: tomar el sol, comprar queso al vecino de al lado, hablar con su hermano, colgar cuadros, pensar qué van a comer o arreglar un equipo de música. “A medida que nos vamos acercando al encuentro con la muerte, le exigimos menos a la felicidad a la hora de abrirle de par en par la puerta de casa”, escribía hace poco Gregorio Luri. Puede ser, puede ser también que sencillamente la vida esté ahí, en las menudencias.
Tras mucho mundo y muchos viajes, Pau Donés decide pasar sus últimos días en el Valle de Arán, donde transcurre la entrevista. “Es un sitio donde las cosas pasan a su debido tiempo, amanece, se va acabando el día, se hace de noche” pronuncia con un hilo de voz. Vuelve a su Ítaca y concluye “Mi vida es esto, mi vida es el verde”.
Dice Rachel Carson que hay algo infinitamente reparador en los reiterados estribillos de la naturaleza, la garantía de que el amanecer viene tras la noche, y la primavera tras el invierno. Tal vez la vida también esté ahí, en aprender a descansar en unos ritmos que nos superan, en contemplar la hierba y conformarse con el don de los días.
«La felicidad no es si se acaba, lo bueno pide ser para siempre»
Y a propósito de estribillos y estaciones, Pau se pregunta por qué no le puede quedar un poco más, para ver los colores amarillos y rojizos del otoño al menos, que el valle se pone precioso en esa época del año. “Es una felicidad cabrona porque si me fuera el año que viene…” Y él, fiel al presente, rápido calla el lamento con un “ahora estoy aquí”. Pero con ese querer más ya nos lo ha dicho todo. Es decir, que la felicidad no es si se acaba, que lo que es bueno pide ser para siempre. Y desde luego, la vida es un bien. Por eso siempre tenemos la sensación de que toda muerte llega demasiado pronto, porque ¡ay si tuviéramos otro ratito más! Una prórroga. Otro otoño. Y me atrevería a añadir que luego también otra primavera porque ¡ay de la promesa del reverdecer en mayo! Y las florecillas. Y el alargarse de los días ¡Cómo renunciar a eso!
Pau deja muy claro que a él lo que le interesa es la vida. Évole le pregunta cómo se imagina el final, pero no le interroga sobre lo que esperaba que pudiera venir después. El cantante ya entonaba en Humo que a nada le tenía fe, en otra entrevista decía que no le gustaba la aproximación y el significado que tenía esa palabra: “Yo no tengo fe en nada, confío en las cosas”. Sin fe y sin credo, pero la realidad es que no podemos dejar de confiar, de esperar algo aunque sea de manera imprecisa. Es por esto que cuando hablan de los nietos que Pau no verá nacer, pronto rectifica y deja caer un “los conoceré”. No se trata de discutir si efectivamente una vez muertos se nos concede algún tipo de participación de la vida mundana, tampoco de sacar deducciones personales a partir de este ligero comentario. La cuestión es que esas dos palabras no resultan triviales porque (de manera más o menos consciente) reflejan un deseo radical que todos llevamos dentro: la exigencia de que la muerte no tenga la última palabra.
Hay un deseo profundo y constante de vida en abundancia, de que eso que se nos da sea -y siga siendo- mucho más de lo que pedimos. Algo parecido entona la última canción de Pau Donés, una melodía que nos recuerda que no dejamos de recibir, y que ante eso, lo que corresponde es dar las gracias. Así se despide el cantante de Jarabe de Palo en un documental que es sin duda el testimonio de un corazón agradecido.