El milagro de la palabra

Estaba estudiando el otro día, cuando topé con esta frase: “Son las obras literarias aquellas en que el mensaje crea imaginariamente su propia realidad, en que la palabra da vida a un universo de ficción”. El querido maestro, Aguiar e Silva, plantea de este modo en su Teoría de la literatura una de las muchas acepciones que pueden atribuirse al arte de escribir.

A mi mente vinieron entonces muchas conexiones con referencias conocidas y recordadas, pero entre todas ellas destacaban una reflexión y una revelación que he decidido contaros. La reflexión —muchas veces visitada y aun así apasionante— puede ser muy fecunda si ahondamos un poco en ella:

Que la palabra cree realidad, aunque de manera imaginaria, nos sitúa ante un acontecimiento magnífico: el hombre, parte de la creación —y creatura, por tanto—, es capaz de fundar de manera secundaria mundos posibles, dar vida a universos de ficción. Hace unos pocos días, en la Jornada de San Ireneo, el catedrático Salvador Antuñano nos recordaba que Dios Padre dispone el cosmos con amor gratuito a través de sus manos, que son el Verbo y el Espíritu Santo: la Trinidad implicada en la creación a partir de la nada. Así el amor y el logos se despliegan en la maravilla que nos rodea, que nos constituye y de la que somos parte. La maravilla de lo que vemos y de lo que no vemos.

El logos —el verbo, la palabra— es en el Génesis y en el Prólogo del Evangelio de San Juan el instrumento que posibilita la existencia: “Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Y de este modo, el hombre también habló y puso nombre a todo ser viviente —“y como el hombre los llamó, ese fue su nombre”—. Pero el hombre ha seguido nombrando, lo que vemos y lo que no vemos, y, en ocasiones, lo que tan solo reside en un rincón oculto de la imaginación del artista. Esta capacidad humana de decir al tiempo que se crea —a imagen y semejanza— puede considerarse milagrosa.

Dice Tolkien al respecto en Sobre los cuentos de hadas que “podemos poner un verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podernos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se cubran de vellocinos de oro. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en sub-creador”.

Y aquí llega la revelación —que, si bien, puede considerarse ingenua en un primer momento, puede llevarnos a otra reflexión aún más fructífera que la anterior—: si el hombre habló y nombró a todo ser viviente y si nuestra palabra crea realidad —aunque imaginaria— y da vida a universos —aunque ficcionales—, ¿no somos dueños de nombrar nuestro mundo tal y como lo deseamos? Si el hombre es capaz de decir al tiempo que crea —subcrea—, ¿no está en nuestra mano (en nuestra voz) el propio destino de la humanidad?

Usemos este don, este poder, para nombrar lo bueno, lo verdadero, lo bello; para decir el amor, la fe, la esperanza; para llamar a la paz, a la libertad, a la alegría por su nombre; para que nuestras palabras sean, así y de una vez por todas, merecedoras de su imagen y semejanza; para que sean gritadas sin descanso a los cuatro vientos.

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