Vivir más vidas

Sábado 8 de octubre por la tarde, manso otoño en Madrid. Bajo las escaleras en Islas Filipinas y de repente me siento observado.

En efecto, a mi izquierda alguien me mira. Alguien cuya mirada denota seguridad, presencia, fuerza de convicción. Y que parece estar queriendo decirme algo, pues mira como si me dijera: “llevo todo el día esperando a que pases por aquí”. Será cierto: el cartel publicitario debe llevar, por lo menos, todo el sábado allí colocado, asistiendo al flujo de pasajeros dispuestos a dejarse engullir por la boca del Metro.

El señor que me mira cuando bajo las escaleras en Islas Filipinas parece estar queriendo decirme algo. ¿Será el peinado juvenil de sus cabellos entrecanos? ¿Será su barba, sutilmente crecida, estéticamente descuidada? ¿Será su sonrisa, lo suficientemente abierta como para anunciar la fila de sus dientes superiores, todos radiantes de blancura?

¿Qué quiere decirme, señor del cartel publicitario en la estación del Metro en Islas Filipinas?, pienso y me digo mientras me detengo a observarlo.

Por fortuna, y deferencia de los creativos publicitarios, la mirada que me asalta no es muda: tiene su propia leyenda, lo que en ciertos ámbitos se dice eslogan (una fórmula breve y original, define la RAE).

Concretamente, lo que el señor del cartel publicitario quiere decirme es que aprender un idioma no es aprender un idioma; que aprender un idioma es vivir más vidas.

“Vivir más vidas”. La expresión me sacude como un rayo. Resisto la tentación de refugiarme en Wittgenstein y aquello de que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. No. Aquí está en juego otra cosa, otra idea. Algo más grave y actual. La escuela de idiomas no quiere ofrecerme un curso de filosofía del lenguaje; la escuela de idiomas -el señor del peinado juvenil y la mirada segura- me está invitando, lógicamente, a aprender idiomas (y lo bien que haría yo en aceptar, en tanto Dietrich von Hildebrand no escribió en castellano). Pero lo que me sacude es la razón que esgrime para persuadirme de aprender un idioma nuevo: vivir más vidas.

“Vivir más vidas”. Yo no quiero vivir más vidas. Yo quiero vivir esta, la que tengo. Y quiero vivirla bien. ¿No tendrá que ver, quizás, este señuelo comercial con el hecho de que hemos ido perdiendo el ideal de la vida buena? ¿No será, acaso, consecuencia de que venimos echando en falta lo necesario – ¡lo único necesario! – para que una sola vida, esta, bien vivida, nos baste?

Queremos vivir más vidas -es más: todas las vidas- porque una sola aparenta ser bien poca cosa… Queremos vivir más vidas porque la finitud -afrontada sin genuina apertura a la trascendencia- se presenta como una losa demasiado pesada sobre nuestras conciencias… y resulta que siempre hay algo más que podríamos estar haciendo en vez de consagrarnos fecundamente a una sola tarea, a un solo proyecto, a una sola misión. Multitasking existencial: campanas que resuenan o platillos que retiñen.

“Vivir más vidas”. Yo no quiero vivir más vidas. Yo quiero vivir esta. La que tengo, porque me ha sido dada. Y la que soy, en tanto se expresa en mis opciones asumidas dentro del apasionante drama de la libertad. No puedo decirle que sí a todo y a todos. Cualquier opción afirmativa siempre encierra, a modo de renuncia a otras posibilidades, alguna dosis de negación.

“La vida está en otra parte”, bautizaba Milan Kundera a su segunda novela, hace ya medio siglo. Pero no (con perdón del escritor checo): la vida no está en otra parte. La vida está ahí, precisamente allí: en la fecundidad de una entrega libre por amor. Y en la aceptación -ya no resignada, sino gozosa- de nuestra insuficiencia radical, equivalente a la verdad de que no hemos de vivirlo todo, de que no hemos de coleccionar infinidad de experiencias, de que no seremos capaces de hablar todos los idiomas ni de realizar todos los viajes ni de conseguir todos los títulos… La vida está ahí, en ciernes, dispuesta a dejarse descubrir y disfrutar a partir del reconocimiento de que nuestro nombre es el don que hemos recibido como primera señal de identidad y que nos vuelve capaces de evocarnos mutuamente para invitarnos a compartir en amistad esta aventura fascinante de recorrer un camino. Juntos. Hasta el final.

Gute Weg.

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