P. Florencio Sánchez L.C Director de Pastoral UFV

Este conocido cuadro de Edvard Munch expresa bien un grito que se eleva hacia no se sabe bien qué o quién, desde un horizonte sombrío a sus espaldas. Como una lucha interior con uno mismo y con Dios, o algo allá arriba. También nosotros venimos de un horizonte similar por la pandemia que estamos atravesando. Esto lo han afrontado los obispos italianos en su Carta a los buscadores de Dios de abril 2009.

En esta lucha con el Invisible, el creyente vive su mayor proximidad al inquieto buscador de Dios: podría incluso decirse que el creyente es un ateo que cada día se esfuerza por comenzar a creer. En realidad, quien cree necesita renovar cada día su contacto con Dios, bebiendo en las fuentes de la oración, de la escucha de la Palabra revelada. Análogamente, cabe pensar que el no creyente reflexivo no es más que un creyente que cada día vive la lucha inversa, la lucha por comenzar a no creer; no el ateo superficial, sino el que, tras buscar y no encontrar, padece el dolor de la ausencia de Dios, y se sitúa como en el lado opuesto del corazón de quien cree. 

De estas consideraciones nace el «no» a la negligencia de la fe, el «no» a una fe indolente, estática y monótona, así como el «no» a todo rechazo ideológico de Dios, a toda cómoda intolerancia, que se defiende eludiendo las preguntas más auténticas, porque no sabe vivir el sufrimiento del amor. Y nace igualmente el `sí’ a una fe interrogadora, a una búsqueda honesta, capaz de arriesgar y de entregarse al otro, cuando uno se siente dispuesto a vivir el éxodo sin retorno hacia el abismo del misterio de Dios, del que la puerta es su Palabra

Si hay una diferencia que remarcar, pues, probablemente no se trate tanto de la existente entre creyentes y no creyentes, sino entre pensadores y no pensadores, entre hombres y mujeres que tienen la valentía de buscar incesantemente a Dios, y hombres y mujeres que han renunciado a la lucha, que parecen haberse contentado con el horizonte penúltimo y ya no saben encender su deseo con el pensamiento de la última patria. Cualquier acto, incluso el más costoso, es digno de vivirse con el fin de reavivar en nosotros el deseo de la verdadera patria y la determinación de tender a ella, hasta el final, más allá del final, por los senderos del Dios vivo. 

Cree quien confiesa el amor de Dios a pesar de la no evidencia del amor, quien espera contra toda esperanza, quien acepta crucificar las propias expectativas en la Cruz de Cristo, y no a Cristo en la cruz de las expectativas personales. Cree quien ya ha sido alcanzado por el toque de Dios y se ha abierto a su ofrecimiento de amor, aunque aún no posea la luz completa sobre todo

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