Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Quizás a ti también te hubiera gustado no darle tan pronto la razón al poema de Gil de Biedma, porque, al fin y al cabo, tú – como todos los jóvenes un día – viniste a llevarte la vida por delante.
Abriste la ventana del Colegio Mayor, y en zafia y orquestada maniobra en la oscuridad, jugaste a la tradición animal de denigrarte mientras insultabas a las compañeras del colegio de enfrente. La maquinaria voraz de las redes sociales estaba en marcha. Eres hijo de un tiempo en el que, con un vídeo mínimo uno puede convertirse en estrella o estrellarse en apenas un nanosegundo en el metaverso.
La hemos cagado, tío – ardían los grupos de whatsapp -. Los medios se apostaban a las puertas del Colegio, mientras tú empezabas a entender que tus siguientes noches madrileñas iban a ser toledanas. Los demás hablábamos de los jóvenes, de los cayetanos, de los colegios privados, de que cualquier tiempo presente era peor, de los machos y de los machistas, de las chicas que salían a tratar de recoger el agua derramada y a decir que ellas también habían consentido y participado de la broma pesada. Los hijos de la ira ya andábamos hablando de grupos, de identidades, del anhelo de una sociedad mejor, al tiempo que (¿sin saberlo?) le hacíamos el caldo gordo a quienes trataban de arrimar el ascua a su sardina ideológica. Hablábamos en plural, mientras tú llorabas a solas, en lágrimas sin focos, de las que no venían a redimir ninguna masculinidad tóxica, como las de Nadal abrazando a Federer.
Dejar huella querías y marcharte entre aplausos, y ya ves, con una cierta y comprensible sensación de chivo expiatorio, te tocaba hacer las maletas.
Pienso en ti y en los pelmas que te quitan la soledad sin hacerte compañía, pienso en los amigos de verdad que te mandaron un audio, quizás un par de llamadas con silencios espesos. Pienso en tus padres que estarán lidiando con la discreta deshonra que se cuela en el alma cuando sabes que ese vecino que te mira así, ya sabe que tu hijo ha hecho lo que ha hecho.
Ya sé que el ruido nos precipita a pensar en ti como el presunto delincuente, como el chico de la manada que, como coro griego, cantaba la tragedia desde las ventanas, pero yo hoy quiero pensar en ti de otra manera, quiero rezar por ti y pedirte que –si me lees – pienses tú también en mí (ojalá un rezo). Que mires al viejoven que soy, al que alguna vez también se le calentó la boca (aunque fuera en otro tiempo y con otras formas) y que sigas leyendo conmigo el poema («No volveré a ser joven») que, equivocado concluye desolado por el teatro de la vida y su tramoya. A ti, querido y desconocido colegial de la ventana, ya no te hace falta que nadie te diga que berrear, envejecer, morir … no son el único argumento de la obra.
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde:
como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
No volveré a ser joven. Gil de Biedma