Carla Vilallonga

Pienso en el verano y lo primero que me viene a la mente es un recuerdo de cuando era adolescente: yo esperando que viniera un autobús en la salida de la urbanización de mi amiga Julia. Estaba sola, hacía un calor asfixiante y se acercaba el final de curso. Recuerdo que sentí vértigo. ¿De qué estarían hechos los días y las noches de ese verano? ¿En qué emplearía todo ese tiempo libre? ¿Encontraría algo que pudiera llenar ese vacío que empezaba a invadirme por dentro?

De pequeña los veranos habían sido muy ordenados: julio en un campamento en el extranjero y agosto en Cádiz, en casa de mis abuelos, yendo a la playa por las mañanas y haciendo deberes y recibiendo clases de inglés por las tardes. Con el pasar de los años los campamentos fueron siendo sustituidos por estancias fuera reforzando algún idioma, en julio, y los días de playa por las noches en los bares y las discotecas de la zona del sur donde tenía una casa mi familia. Poco a poco empecé a decidir yo, antes que mis padres, adónde irme en julio y qué hacer en mi lugar de destino. Mi padre me sugirió hacer prácticas un verano y me pareció muy razonable. Era algo distinto y que me vendría muy bien.

Pero no fue hasta tercero de carrera que decidí hacer algo rompedor en agosto, saltándome la tradición de la playa que había vivido desde mi nacimiento: me fui a Camboya a trabajar en una ONG. Me sorprendió entender que lo que les faltaba a los camboyanos era lo mismo que me faltaba a mí. No éramos distintos. Faltaba una última alegría por la vida; una alegría con sentido. Allí conocí a una profesora alemana, Irmgard, que acabaría siendo como una madre para mí durante mi Erasmus en Múnich el curso siguiente.

En quinto de carrera decidí quedarme en Madrid por una sola – e íntima – razón: necesitaba estar sola en mi casa; necesitaba silencio; necesitaba un espacio para poder leer… la Biblia. Se había despertado en mí una fuerte inquietud por la figura de Jesús de Nazaret y la Iglesia y quería favorecer el mirarlo a la cara. Mi excusa oficial fue que me quedaba porque iba a hacer unas prácticas en el museo Thyssen (que era cierto, en cualquier caso). Mi hermana me había insistido en que me fuera con ella y unas amigas una semana a Portugal, y en que no hiciera las prácticas. Esto fue ocasión para mí de darme razones de por qué quedarme en Madrid; supuso una oportunidad para mirar, sin censura y seriamente, la necesidad que me había encontrado dentro de mí de profundizar en la fe cristiana.

Después de que Dios entrase en mi vida mi espíritu se ha apaciguado; eso sí, la inquietud por cómo usar el tiempo libre que se me da no ha menguado. No me resulta evidente cómo emplear ese tiempo precioso que unas veces despreciamos, como si nos sobraran los días libres o diera igual cómo emplearlos, y que otras, en cambio, intentamos poseer, como si fuera el único momento del año en que podemos hacer realmente lo que nos dé la gana.

Estoy descubriendo que el verano es un diálogo con el Misterio de la vida: tú te das cuenta de lo que quieres – pasar tiempo con tu familia, dedicar tiempo a la lectura y la escritura, hacer algo con tus amigos -, pero no zanjas todo de golpe, planificando cada cosa hasta el último detalle, sino que lo vas viendo y, en cierto modo, te vas dejando hacer. En mí permanece esa pregunta por qué es lo que me pide hacer mi corazón y una cada vez mayor atención a las respuestas, que me van viniendo dadas a través de la realidad.

Así, un verano ves que puedes permitirte irte una semana con una amiga a estar en un clima de silencio y lectura; otro, ves que tiene sentido sacrificar ese plan por estar cerca de tu abuela o de algún familiar que esté pasando por un momento difícil; otro, puedes darte cuenta de que es bueno que realices tal viaje con tales amigos a pesar de que te horrorice estar en un apartamento en un sitio turístico: descubres que prefieres apostar por la belleza que se pueda dar en vuestra convivencia que dar peso a lo que más te apetece o menos te apetece – cosas que, en cualquier caso, hay que tener en cuenta, para que la decisión sea libre. Otra veces puede que sea necesario decir que no a un plan porque realmente no te ves en él y sientes en tu corazón la urgencia por estar con tu familia, ver a una amiga que vive en el extranjero o dedicarle tiempo a tus aficiones más íntimas, que cuidas poco durante el curso.

El tiempo libre le desafía a uno, poniéndolo entre la espada y la pared. Es fascinante: sólo tú sabes lo que quieres, lo que te conviene y lo que puedes hacer. Sólo tú eres consciente del peso que ocupa cada cosa en tu corazón, y de las esperanzas que albergas en él. De la misma forma, sólo tú estás llamado a arriesgar con tu propia vida; a apostar. No pasa nada si te equivocas: el año que viene podrás probar otra cosa. Lo que está claro es que durante el verano se pone más de manifiesto si cabe que a lo largo del año, que estamos llamados a vivir nuestras vidas protagonizándolas en primera persona. Y que debes escuchar lo que tú tienes dentro; no lo que tengan los demás. El verano te llama por tu nombre y no te deja escapatoria. Lo bueno es que, si arriesgas, ganas seguro. Porque si vas esperándolo todo – aunque sea de un plan que no te emociona pero al que te unes por caridad a otros-, aprenderás algo seguro.

Creo que la clave es estar muy atento a las inquietudes que uno tiene, a las circunstancias y necesidades objetivas (familia, amigos, fechas de vacaciones) y, sobre todo, en, una vez se ha tomado la decisión sobre algo, no temer que sea una equivocación, sino seguir adelante y ponerlo todo en Sus manos. Abandonarte a Quien es todo y esperarlo todo de Él.

Este artículo pertenece a la serie #VeranoEs.

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