¿Tienes cinco minutos?

Es una pregunta recurrente que escucho en el día a día en la Universidad. Por lo general viene seguida de un «sí» como respuesta, lo cual no es poco.

Cuando una persona me pregunta si tengo cinco minutos la respuesta es sencilla, ¿no? Objetivamente tengo esos cinco minutos, pero esa persona me está preguntando si los tengo para dárselos y no para quedármelos o para emplearlos en otra cosa. Me atrevería a decir más. Esa persona no quiere cinco minutos; quiere mi atención, mi escucha, mi consejo, mi ayuda… me quiere a mí. Además de eso, seguramente no sean cinco minutos los que necesita. Probablemente lo que quiera compartirme será algo de calado y no podamos tratarlo en tan poco tiempo.

Además, el tiempo es aquello que no nos pueden devolver. Se da, se va, se pierde a veces… y sabes que no lo recuperarás.

En la teatral obra de Alejandro Casona «La Dama del Alba» una misteriosa peregrina en una aldea del norte de España conversa con el abuelo de una casa consumida por la tristeza y el luto. El abuelo le dice que ya tiene 70 años, y esta peregrina le hace ver que esos 70 años son los que ya no tiene, porque han pasado y no volverán.

No puedo evitar pensar que hay algo de locura en esa actitud de «generosidad vital» en el que regala su tiempo sin mirar el reloj cuando ve que la ocasión lo merece. Lo veo muy a menudo a mi alrededor y no quiero acostumbrarme a ello. 

Es el extraordinario testimonio de que existe algo más que el interés y el intercambio. Existe la generosidad con algo tan valioso como es el tiempo. Es casi un eco de una eternidad anhelada por el ser humano. Una eternidad en la que no haya que contar los minutos y los regalemos como si nos sobrasen.

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