Sin los otros no somos nada ni nadie

Ángel Barahona Plaza

«La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Spe Salvi 38 Benedicto XVI)

La soledad en la que creemos vivir, alguna vez acompañada, se ha visto maravillosamente turbada por un virus pequeñito que nos va a cambiar la forma de relacionarnos. Aunque para algunos pase sin pena ni gloria, habrá un antes y un después por la cadena de compasión que ha desatado. Nos entristece la cantidad de gente que está muriendo en soledad, sin consuelo. No hay mayor sufrimiento que la soledad. Hace unos meses comentaba a raíz de un artículo de periódico la creación en el Reino Unido de un ministerio de la soledad por la cantidad de ancianos que aparecían muertos en sus casas o que estaban desatendidos y abandonados a su suerte.

El primer antídoto que proporciona la fe es que nos dota de la capacidad de consolarnos. Un verbo degradado por influencia nietzscheana que nos hace sentir bajeza ante la llamada heroica a vivir como superhombres. Pero la fe hace que “el que cree nunca deje solo al solo” . «La consolatio consiste en “un-ser-con en la soledad, que entonces ya no es soledad». En estos tiempos llama la atención el énfasis en aquellos que se mueren solos en un box, en una sala aislados sin poder recibir una mirada de consuelo en su inmensa soledad, porque es la última soledad que podrá experimentar. Una tristeza enorme me inunda al pensar no poder decir “a-diós” a un ser con el que he compartido el tiempo y el espacio que nos fue regalado para amarnos. Pero la fe me llena también de esperanza por que sé que ese a-Dios no es definitivo. Por eso los cristianos llamamos a la muerte “dies natalis”. Consuelo es “dar esperanza”.

El segundo antídoto es la solidaridad. El sufrimiento del otro nos reclama compromiso. Las fórmulas existencialista y nihilista que nos han inoculado y que están en boga son un fraude. Derivan de una soledad resentida que, desafectada tal vez por el dolor que nos causan los
demás, también, trata de odiar lo que anhela, porque en el fondo sabemos que sin la mirada del otro no tenemos ser. El tópico que dice “mi libertad termina donde comienza la del otro” hoy se demuestra un fraude de factura lírica pero insoportable, que solo pueden decir los
superhombres. La pandemia nos demuestra que sin los otros no somos nada ni nadie. Si el nihilismo fuera la verdad podría dejársenos morir convertido en cucarachas como Gregor Samsa el protagonista de La metamorfosis.

Y tal vez alguno piense así desde su resentimiento contra la familia, la sociedad y la humanidad. Pero es una fórmula peligrosa, porque nos sitúa fuera de la realidad: necesitamos al otro, nos guste o no, porque la mayoría quiere seguir viviendo. Por eso, esas fórmulas derrotistas y de solitarios patéticos, tiene que ser desechadas. Necesitamos una educación para la solidaridad. Solidaridad viene etimológica a decir que necesitamos pertenecer o estar arraigados en algo sólido. Eso sólido es el otro. Sin el otro estamos perdidos. Es verdad que el otro a veces es causa de nuestras desgracias, por eso la educación debe preocuparse y enseñarnos a cooperar, en vista del bien común y superar las tendencias narcisistas y egocéntricas que nos “a-solan”.

La pandemia nos muestra las dos tendencias que nos desagarran en nuestras relaciones sociales: la afirmación del aislamiento, la necesidad de aunar esfuerzos, de arrejuntarse. La más sólida es que “mi vida no depende única y exclusivamente de mí”. Desde el origen, a pesar del “arrojamiento” indiferente existencialista, el otro nos constituye. Entramos a formar parte inextricable de la humanidad y la humanidad es parte de nosotros, lo cual nos convierte en dependientes y corresponsables de la vida de los otros.

El tercer antídoto que da la fe es una educación para el servicio. El ejemplo de una “buena educación” lo tenemos en nuestros sanitarios: auxiliares, enfermeras, médicos, … así o reconoce la Nota de la Academia pontifica por la vida y así lo comprobamos entre nosotros en la universidad.

«Por lo tanto, estamos llamados a reconocer, con nueva y profunda emoción, que estamos encomendados el uno al otro. Nunca antes la relación de los cuidados se había presentado como el paradigma fundamental de nuestra convivencia humana. La mutación de la
interdependencia de facto a la solidaridad deseada no es una transformación automática. Pero ya tenemos varios signos de este cambio hacia las acciones responsables y el comportamiento fraternal. Lo vemos con especial claridad en la dedicación de los trabajadores de la sanidad, que ponen generosamente todas sus energías en acción, a veces incluso a riesgo de su propia salud o vida, para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Su profesionalidad se despliega mucho más allá de la lógica de los vínculos contractuales, lo que demuestra que el trabajo es ante todo una esfera de expresión de significados y valores, y no sólo una “mercancía” que se intercambia por una remuneración».

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