La gran narración

Nos encantan los cuentos. No hay nada como dejarse llevar a lugares ajenos al nuestro propio real. Nos fascina vivir desdoblados y experimentar las vidas de otros. La imaginación nos permite habitar en mundos de ficción a los que accedemos a través de las palabras, que actúan como un sortilegio y nos trasladan allá donde quiera llevarnos el narrador. Pero no es una evasión pueril, no es un embeleso ingenuo, estamos hechos por y para la palabra y, en ocasiones, lo más importante es poder contarlo. El buen Chesterton decía que nuestra vida está tejida con relatos, cuajada de hilos que componen el motivo del tapiz, que es más que la suma de cada una de las hebras.

No siempre han existido las plataformas digitales, ni la televisión, ni siquiera los libros o los teatros. Nuestros antepasados pasaron larguísimas horas de oscuridad en torno a una pequeña hoguera y era ese el lugar propicio para desplegar las historias, que no siempre se crearon para entretener. Las historias, los relatos ayudaban a comprender la realidad misteriosa que envolvía al hombre: la fuerza de la naturaleza, el nacimiento, o la muerte. De ese modo, surgen los mitos, que se contarán de generación en generación y que narran, aún hoy como luz refractada, la verdad del mundo de aquellos primeros hombres… Y luego están las canciones para recordar las hazañas de los héroes, pero de esto hablaremos otro día.

Muchos a lo largo de los siglos se han valido del cuento para explicar cuestiones complejas. No en vano la literatura tiene una finalidad educativa, el docere, que se hace mucho más llevadero gracias al delectare, otro de los objetivos buscados por el arte poética. Que se lo digan, si no, a Jesús, que hablaba a menudo con parábolas, pues —y esto sigue ocurriendo— quienes por allí estaban “viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden”. Total, que Jesús es un gran narrador: en su vertiente humana cuenta cuentos que nos acercan al Reino y en su vertiente divina despliega la magnificencia de su Palabra, pues es el Verbo mismo.

Y es que estamos tallados por los cuentos. La fábula de cada cual se concreta en acciones orientadas a los propósitos deseados, que pese a adversidades y antagonistas, a rodeos y peripecias, están encaminados a un final feliz, si así lo decidimos, al estilo de aquella colección titulada “Elige tu propia aventura”. Un planteamiento, un nudo y un desenlace en la mente del Autor, como el plasmado por Calderón en su Gran Teatro del Mundo.

La reflexión de los mejores sabios de todos los tiempos ha girado en torno al asunto de la narración y a ella han dedicado memorables páginas del pensamiento. Uno de ellos fue Tolkien, cuando hablaba del artista, del subcreador, que continúa la labor de la Creación. El hombre narrador lleva a plenitud la misión encomendada de nombrar la realidad y despliega, gracias a la palabra, otros mundos secundarios que refractan en haces de luz la Verdad del Blanco original. Si la criatura —a imagen y semejanza— es capaz de esto, análogamente por participación (esto lo explican mejor mis amigos tomistas), Dios es el Sumo Narrador, el Creador de la historia de amor más bella jamás contada.

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