Francesco de Nigris

Rara vez se produce belleza en una obra cuando no brota de las entrañas de una vida que pretende hacer luz sobre su mayor oscuridad. En la película El árbol de la vida, recientemente proyectada en los cines españoles, su director, Terrence Malick, se abre radicalmente a su vida, se deja asombrar por ella, consigue superar el pudor con la delicadeza de quien sabe hacer de su intimidad la del público. Este tránsito, esta capacidad de hacer otro lo que es íntimamente propio, es lo que llamaría el estilo; y en el estilo, que es la morada del artista, se da la peculiar fruición de la belleza interior de la vida humana.

La película comienza con una sucesión de imágenes de especial hermosura, impulsadas por un cántico de sacra lejanía. Retratan una historia familiar que parece trascurrir en una única estación, llena de delicados verdores, de espacios diáfanos, que se escorzan en los grandes ventanales de ordenadas casas grandes y claras, típicas de un barrio acomodado de la América de finales de los cincuenta, quizá comienzos de los sesenta. El césped, las plantas, los árboles, se mueven armónicos en la brisa y una homogénea luminosidad domina sobre el color, acentuando sus agudos. De rara delicadeza son también los rasgos maternos, de una madre que participa desde dentro, con espontánea alegría, en la vida de sus hijos. Parece dominar una fértil armonía, y la joven madre promete ser fiel a Quien le ha permitido vivirla, a ese Dios que, como le han dicho desde pequeña, da y quita según su inescrutable voluntad. Esa promesa de fidelidad, sin embargo, es muy pronto puesta a prueba, y la madre, rota por el mayor dolor, invita el espectador a preguntarse por la inconcebible presencia del mal. ¿Cómo puede tanta belleza ser estropeada? ¿Cómo ese Dios que nos la ha dado, decide luego quitárnosla y hacernos sufrir indeciblemente? ¿Por qué Dios, quién más debería aplicar su omnipotencia para amarnos, nos quita hasta las personas más amadas? Dios, ¿dónde estás?, se pregunta finalmente la madre, mientras en la pantalla se desvanece esa llama de amor divino que debería haberlo pensado todo, por el bien de todos, desde su creación. Luego el director pasa, de repente, del íntimo e insustituible dolor de una madre a las inefables fuerzas de la naturaleza, a la infinitud del universo en que todo parece deshacerse. ¿Cómo puede la ley de la naturaleza tener algo que ver con el hombre, con su felicidad o con su tristeza?

Cuando, de pequeños, hemos estudiado por primera vez las dimensiones de nuestra tierra en vista de otros planetas, cuando hemos intentado imaginar las dimensiones del universo, no hemos podido contener ese desasosiego que, mezclado de maravilla, nos descubría insignificantes. Entonces en la pantalla se suceden, con imágenes espectaculares, las fuerzas inmensas y misteriosas de la tierra y de los océanos, de los astros y de las constelaciones; fuerzas tan inmensas que parece imposible encontrarles un principio ajeno a ellas mismas. Infinitud de estrellas, de gases, de formaciones rocosas, incandescentes, de galaxias en silencio o retumbando en la oscuridad, todo ello resultado de millones de años. ¿Dónde está el dolor de una madre frente a esta inabarcable magnitud? ¿Puede envolver ese dolor, en un instante, al universo entero? Si no es a la luz de una providencia divina, la maravillosa riqueza de la naturaleza se hace una inquietante monstruosidad. Si esa infinitud no ha sido creada por Dios, su grandiosidad es insoportable, porque es el infinito lugar de perdición de nuestra felicidad y de nuestro inútil sufrimiento.

La naturaleza, se nos dice desde el comienzo de la película, es generosa consigo misma, sigue su ley de expansión, mientras que Dios es generoso con lo que no es Él mismo. Pero si la naturaleza ha sido creada por Dios, es Él, en el fondo, quien nos está haciendo daño con ella. Si Él tiene poder sobre todas las cosas, ¿por qué, como se han preguntado tantos filósofos, permite el mal? ¿Cómo puede un padre bueno, diría el cristiano, permitir que sus hijos sufran? Esto mismo se pregunta cualquier hijo cuando su padre le hace daño, cuando le somete a una disciplina tan férrea e injusta que le impide saber cómo amarle. El director, entonces, vuelve de la naturaleza a la familia, y del sufrimiento de la madre se dirige hacia el desconsuelo del hijo frente a la violencia de su padre. Si un hijo siente que no le ama quién más debería hacerlo, es decir, quién le ha dado la vida, ¿cómo puede acoger su propia realidad, cómo puede vivirla?

En la parte central de la película Terrence Malick nos ofrece un minucioso retrato del sufrimiento filial. Es narrado con imágenes de tanta espontánea cotidianidad que nos descubre en profunda intimidad con el joven sufriente. La soledad del cuarto, la tensión en las comidas, el miedo a decir o hacer lo que no se puede ni decir ni hacer, pero por razones incomprensibles. Asistimos a la rabia del joven que ve que el padre incumple sus mismos dictámenes, que dispone según sus antojos. Tiene que asumir, con profundo dolor, que su padre, a pesar de ser tan fuerte y orgulloso no es perfecto, que es frágil y desgraciado y que, a pesar de haberle dado la vida, no se la puede confiar. La madre es el refugio, pero la rabia también la envuelve a ella; es víctima, pero parece silenciosa cómplice de tanta violencia. ¿Cómo amar a un padre que no se deja amar, que no nos comprende, que oculta quién verdaderamente es tras la terrible naturaleza de su carácter? El hijo no amado se siente culpable a la vez que odia a su padre, y el odio hacia un padre, si bien injusto y tirano, redobla la culpa del hijo, hasta que su inesperado deseo de que muera promueve, más aún, el desprecio hacia sí mismo.

Si es difícil soportar la posibilidad de no ser amados por nuestro propio padre, que es limitado y expuesto al fracaso, como finalmente reconoce el padre de la película a su hijo, ¿cómo soportar la posibilidad de no ser amados por Dios, que es el Padre omnipotente, que debería salvarnos infaliblemente de todos los males y que, sin embargo, nos abandona al dolor y a la muerte? La posibilidad de no ser amados por nuestro propio creador, es el sentido más profundo de la perdición, que es insoportable para el ser humano. No se trata de ser nada, que es una visión abstracta de la muerte y del mal en general, sino de no ser nadie, nadie para Él, que es el único que puede salvarnos. De ahí una de las frases más sobrecogedoras de la película: ¿quiénes somos para ti? dice la madre de la familia, dirigiéndose a Dios. El grito de dolor desesperado e insustituible de una madre no desvanece si es comprendido radicalmente por un Dios que ama la totalidad desde cada individuo. Yo soy yo, es decir, puedo creerme del todo y hacer mi vida, soportando mis errores y gozando de la felicidad, solo si Dios me ama.

Parece quedar, entonces, solo un camino, el de la madre que hace crecer al prójimo en su amor, que invita al hijo a ser paciente frente al padre, a seguir amándole a pesar de la tentación del desamor. Una y otra vez, la promesa de fidelidad al amor puede romperse por la mundana fragilidad del bien, pero el amor, incluso cuando parece imposible, es absolutamente necesario, como finalmente acepta el hijo que no puede prescindir de su padre. «Esta es tu casa, si quieres me puedes echar», le dice con valentía en cierto momento.

El árbol de la vida es una película profundamente humana, por ello es capaz de mostrarnos la dimensión religiosa del hombre, asomándose a algunos rasgos poco atendidos de la omnipotencia divina. El camino que lleva a lo divino, se nos dice en los primeros fotogramas, es el de quien acepta ser desairado, de quien acepta los insultos, las heridas, las incomprensiones, y es capaz de seguir amando, porque el amor es la única y verdadera fuente de felicidad. Dios, si existe, tiene que ser omnipotente por comprender el infinito deseo de amor de sus criaturas, pero sin obligarlas a amar; por ello debe seguir amándolas, incluso a aquellas que más desamor e indiferencia le muestran. Solo en la verdad de ese amor incansable, capaz de soportar el más profundo desamor, encontramos el sustrato de sentido de todas las acciones humana, de un grito de dolor o de un sobresalto de alegría que, en él, no se perderán para siempre. En ese amor, capaz de hacer verdadero lo humano, creíble para sí mismo, radica la posibilidad misma de su libertad, que tan afanosamente buscan los filósofos y los teólogos, y que puede justificar la posibilidad del mal.

La teología se ha preguntado desde hace siglos por la sustancia de la fe del hombre en Dios, olvidándose que Dios nos deja en libertad, en la más radical que implica el podernos ocultar frente a él, el no dejarle participar en nuestra vida, porque confía infinitamente en cada persona. En la sorprendente libertad de ocultamiento de las criaturas frente al Creador, Éste muestra su omnipotente libertad. Dios, para ser Él mismo libre, para ser Dios, tiene que donar radical libertad. Solo un Dios mezquino, es decir, no Dios, tendría recelo, envidia o miedo de donarle radical libertad al hombre. El Dios cristiano, el Dios creador, muestra a sus criaturas que la virtud solo se constituye como donación. Yo soy libre cuanta más libertad dono al prójimo.

Finalmente, es evidente que las consideraciones aquí hechas sobre la película El árbol de la vida proceden, inevitablemente, de otra vida, de otro estilo, de suerte que sin duda resultarán extemporáneas para otras, que, como he podido comprobar, atenderán de ella otros aspectos. Pero con ello, en el fondo, no estamos más que confirmando la bondad de una obra por su capacidad de apertura al ser humano, porque, como dije desde el comienzo, rara vez se produce belleza en una obra cuando no brota de las entrañas de una vida que pretende hacer luz sobre su mayor oscuridad. La belleza, entonces, no se mide con un modelo, sino que es encuentro y transfiguración: es la capacidad de hacer nuestro lo más profundamente ajeno; es amor.

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