La de veces que nos enfrentamos a una situación delicada con alguien, sobre quien tenemos cierto ascendente (o no), y nos preguntamos cómo acertar para sacar lo mejor de la encrucijada y de la otra persona.
No hay dos personas iguales, por eso ante la misma situación cada cual probablemente merezca una respuesta “personalizada”, esto entra aparentemente en conflicto con la venda que tapa los ojos de la justicia. Ante un mismo hecho la respuesta acertada puede ir desde una reprimenda, un poco de paciencia, un silencioso y largo abrazo comprensivo, o hasta una mano que le ayude a levantarse. Lo verdaderamente difícil es acertar con la respuesta necesaria en cada caso. ¿Y cómo se hace eso cuando se tienen delante 40 personas de las que no hay tiempo o espacio de confianza para entender su situación particular? A veces incluso conociéndola es difícil saber cómo proceder.
Si a eso le añadimos que aquellos con ascendente sobre los demás (un padre, un maestro, un jefe, un entrenador) con frecuencia tienen una capacidad de impacto sobre ellos muy superior a lo que somos capaces de medir, el reto está servido, y la responsabilidad merece una reflexión.
La de veces que me he encontrado con una persona que me dice: “¿Te acuerdas aquel día que me dijiste…?” En ese momento busco en mi maltrecho disco duro de memoria y no encuentro ni rastro de aquella situación ni de mis palabras, y me siento culpable porque el que tengo delante me lo describe con pelos y señales e incluso el impacto que aquello tuvo en su vida. En ese momento tiemblo pensando si acerté o no con lo que dije y escucho atentamente el desenlace de la narración para ver cómo estuve de atinado.
Si piensas en los maestros que marcaron tu vida, rara vez lo hicieron por lo mucho que sabían de la materia que impartían, sino más bien por la mirada que tenían sobre ti, y cómo te trataron. “¿Con qué ojos me miras?” me preguntó hace no mucho una buena amiga, y la pregunta se me clavó como un dardo. En efecto mi mirada sobre ti transforma nuestra relación y cualquier cosa que nos acontezca. Es el inevitable Efecto Pigmalión del que tantas veces nos olvidamos.
Esta semana una alumna que durante todo el curso estuvo despistada, poco participativa y con nulo rendimiento, nos ha entregado un trabajo sorprendentemente brillante. Convencidos de que no era suyo, antes de suspenderla y abrirle expediente disciplinario la citamos para hacerle unas preguntas que aportaran las evidencias del fraude, pero ante nuestra sorpresa se mostró absolutamente solvente con sus respuestas. Entonces nos aclaró que estaba abrumada de lo mal que se le estaba dando la asignatura, buscó ayuda sin decirnos nada, y en muy poco tiempo fue capaz de producir esa entrega tan increíble. Nuestra mirada sospechosa cambió instantáneamente por una de reconocimiento y asombro por su tesón. No solo cambió su nota, sino que había pasado a ser otra persona y solo faltaba que fuéramos capaces de transformar nuestra forma de verla. ¡Qué difícil es educar la mirada y no permitir que se instale la inercia en ella! Qué error estuvimos a punto de cometer y qué gusto da a veces el reconocer haberse confundido. ¿No es cierto que siempre tiene más probabilidades de fertilidad equivocarse absolviendo a un culpable que condenando a un inocente? El famoso “in dubio pro reo” que lo aplica con más facilidad quien recuerda la propia falta de ejemplaridad. El que esté libre de pecado…
Vehemente como soy, tengo a veces respuestas espontáneas sin filtro que luego me pesan en el corazón. Comentando un día esto con un buen amigo me hizo la traducción para torpes del “ama y haz lo que quieras” de San Agustín. Me dijo: “Escribe los mails como si le quisieras”. Eso me alivió, porque me permitía ser sincero y reconocer que cuando tengo la carótida hinchada no quiero a nadie, pero escribir, dejarlo reposar y releerlo algo más tarde “como si…” ayuda a entender que hay determinadas cosas que nunca diría así.
Y en esas estoy, sin saber nunca cómo acertar, pero intentando resolver casi siempre “como si quisiera…”