¿Me llamas iluso por tener una ilusión?

Apaga la radio, no leas el periódico, ni se te ocurra entrar a la red social ahora-conocida-como-X. La actualidad es desasosegante. Estamos protagonizando una distopía por entregas.

Y no solamente es la política: economía, vivienda, sanidad, educación, desastres naturales, guerra, crisis de valores, manipulación… todo ello oscurece el horizonte con el polvo levantado por el galope de los Jinetes del Apocalipsis.

Parece que el único consejo sensato es largarse a Tombuctú, como Mortadelo escapando de la reprimenda de su jefe Filemón. O huir “del mundanal ruido” y seguir “la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”, sabia recomendación de fray Luis tomada, a su vez, del mismísimo Horacio. El asunto viene de antiguo… pero aquí seguimos.

En varias (demasiadas) ocasiones a lo largo de la historia, el mundo ha estado a punto de romperse en pedazos y, en cada una de ellas, el hombre ha salido adelante, pagando un alto precio, pero rehecho y robustecido casi siempre. ¿Cómo? Optimizando lo que traemos de serie: inteligencia y voluntad transformadas en prudencia y fortaleza, justicia y templanza y, por supuesto, mucha fe, mucho amor y (la guinda del pastel) esperanza infinita.

Enciendo desde aquí una vela a la Esperanza. En agosto contemplamos a más de un millón de jóvenes reunidos en Lisboa en torno a un ideal que ya ha cumplido dos mil años. Y ahora, en septiembre, comienzan las clases llenas de estudiantes que, un año más de nuevo, siguen buscando la verdad con mirada hambrienta y el corazón rebosante de entusiasmo. Si pudieran verse a través de nuestros ojos, si al menos pudiésemos ser espejos de lo que irradian.

Un querido profesor me contó ayer que la primera pregunta de su asignatura fue cómo veían la Iglesia hoy en día. Uno de ellos contestó: “Como tierra fecunda, bien abonada para siembra de santidad”.

Así que, por favor, no me llames iluso porque tenga una ilusión.

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