Los ateos busca una nueva religión

Javier Rubio 

Navega por las redes sociales con éxito inusitado un vídeo del filósofo suizo Alain de Botton predicando de ateísmo. Un ateísmo muy atractivo, sin lugar a dudas, porque se beneficia de todo cuanto de positivo hay en el ateísmo y de cuanto positivo hay en la religión.

Para el orador de Ted el gran problema del ateísmo es su carácter esencialmente negativo -la negación de la existencia de Dios y del valor, por lo tanto, de los sistemas religiosos-. Ese punto se puede conceder. Para revertir esta situación, al parecer, basta con proporcionar a los ateos los beneficios que los fieles de otras religiones encuentran en su religión. Hacer del ateísmo una religión.

Así dicho suena fatal. Así que Alain de Botton propone “la cultura” como el nuevo corazón de la teología atea. Los budistas, los cristianos y los musulmanes -nos asegura- encuentran en sus respectivos credos una fuente de consuelo y una satisfacción a su sed de rito, de necesidad humana y de conexión fraterna con el resto de la humanidad. Los ateos pueden encontrar todo eso en su cultura, en Shakespeare, en Víctor Hugo o en Cicerón.

Porque los ateos tienen un gran problema con las religiones: es que son ridículas (palabras textuales del señor de Botton). Así que la nueva religión de los ateos aparece como una nueva luz de esperanza para las almas necesitadas de sus fieles que no quieren quedar contaminadas por la ridiculez de las religiones tradicionales.

Dejando de lado la ofensa -los cristianos, al menos, debemos poner la otra mejilla- podemos descubrir fácilmente varios puntos flojos en la predicación del buen seguidor de Proust -un gran defensor de la alianza entre la Iglesia Católica y el estado francés, dicho sea de paso-.

Y es que la religión no es exactamente una terapia. En el fondo, las religiones no son escuelas de moralidad o centros comerciales de satisfacciones humanas. La gracia de las religiones no está en su doctrina o en su predicación, sino en el encuentro con Dios. Las iglesias, los templos, las mezquitas… no son centros de curación anímica o consultorías psicológicas. Todo eso es necesario, en diversas medidas, pero secundario.

Lo que los creyentes en Dios experimentan no es un amor o una esperanza humanos. Que también. Es más bien lo contrario: Dios es el protagonista de las vidas humanas y el amor que experimentamos y que da sentido a un sistema de creencias, es un amor divino. La esperanza que puede salvar no la dan las mejores páginas de la literatura mundial: da la certeza de un posible encuentro con Dios. Por eso en los templos se tiene la curiosa costumbre de rezar, de hablar directamente con Dios, en vez de leer sonatas de Lope de Vega.

Y la espinosa cuestión de la esperanza que tanto gusta a los gurús ateos… Esa esperanza que se escurre de las manos cuando vemos las noticias todos los días… La esperanza cristiana sólo tiene sentido porque hay un paraíso más allá de la muerte. Y punto. Si no, no tiene ningún sentido. Lo demás sólo conduce tarde o temprano al desencanto y a la decepción.

Y nada de eso nos lo puede dar el buen filósofo suizo con su religión atea.

Lo sentimos mucho, pero no se puede cambiar el evangelio de San Juan por Shakespeare. Son cosas muy distintas. Shakespeare es quien es sólo y únicamente por ser hijo de San Juan evangelista y de toda la tradición cristiana en la que la cultura occidental encuentra su verdadero sentido. Sustituir la religión por la cultura para obtener los mismos beneficios materiales parece similar a sustituir el Ferrari por el chasis del Ferrari para que parezca que tengo un Ferrari.

De cualquier forma, casi me siento tentado a animar a la comunidad atea a que se reúnan semanalmente en un espacio consagrado ad hoc para leer la Ilíada de Homero, o para leer a Cervantes o a Dante. Por supuesto necesitarán de una persona con la formación necesaria para presidir la celebración y la lectura de las obras “de cultura”. Cuidado con que Monseñor Bienvenido, Dante o el mismo Hamlet les terminen convirtiendo en cristianos…

Me pregunto cuánto tiempo tardarán en darse cuenta de que tanta fe tienen los ateos como los creyentes. Como diría el buen Chesterton, si no existiera Dios tampoco existirían los ateos.

Y seguiremos esperando a algún ateo -a cualquier persona, en realidad- que logre explicar convincentemente qué tienen de ridículo las religiones. Porque no es ridículo creer en cosas imposibles: lo hemos hecho todos de una u otra forma en la etapa más hermosa de la vida, que es la infancia. Pero mucho menos ridículo me parece creer en algo que no sólo es posible, sino que puede ser perfectamente la verdad.

Da pena ver cuánta ignorancia hay en la sociedad del s. XXI sobre los sacramentos, que no son simplemente ritos. O la liturgia, que no es una simple ceremonia ritual. O la Palabra de Dios, que es mucho más que un puñado de páginas bien escritas que no muestran precisamente un comportamiento ejemplar. No, al menos en varios pasajes del Antiguo Testamento. O incluso sobre la cultura que Alain de Botton predica como su religión.

Pero es inútil tratar estos temas porque requerirían un mínimo de interés, un mínimo de apertura. Y el ateísmo ha destacado siempre por su profunda intransigencia doctrinal. Muchos filósofos cristianos han leído a Nietzsche, a Marx, a Feuerbach: han buscado la verdad entre lo que consideran las sombras más profundas de la humanidad. Nietzsche, Marx o Feuerbach, en cambio, no parecen haberse tomado la molestia de leer a Santo Tomás de Aquino o a San Agustín.

Eso sí: hay que creer… Pero también creen los ateos en su ateísmo. Y por eso necesitan hacer de él una religión.

 

 

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