Imaginemos un aula universitaria espaciosa, de bancos corridos y largos, a la que van llegando —algo somnolientos— alumnos y alumnas un lunes a las 9 de la mañana, tras un trayecto en los medios de transporte públicos donde apenas han escuchado otra cosa que el runrún de los propios pensamientos y deseos y que, probablemente, poco o muy poco tiene que ver con lo que acontecerá en las siguientes horas.
El profesor —no mucho más despierto que sus alumnos—, enciende el ordenador de la mesa, hace descender automáticamente el panel para proyecciones, pone en marcha el proyector que ya emite su contundente luz azul chillón de conexión, y se pregunta en qué bolsillo ha puesto el pendrive, mientras quizá le sobreviene un incipiente sudor frío al considerar que, de no hallarlo, la clase de hoy será en vano, pues toda la información que pensaba transmitir —con la que debería llenar la siguiente hora y media— quedará frustrada.
Súbitamente recuerda que una falta así puede mermar su evaluación en las encuestas del alumnado, y que entonces debería hacer algo —no sabe aún qué— para compensarlo; pero, sinceramente, hay que terminar de escribir dos artículos, redactar la respuesta a una reclamación de nota, rellenar el formulario del proyecto de investigación de convocatoria competitiva, pedir la comisión de servicios para el congreso, e ir pensando en la estrategia para el sexenio; por lo que no es muy probable que se pueda hacer algo para compensar.
Con todo, como un deus ex machina, para su fortuna y la de los alumnos el pendrive aparece en el bolsillo interno del abrigo y es introducido inmediatamente en el puerto USB. Mientras dura este proceso, por su parte los alumnos abren sus portátiles al tiempo que musitan breves frases con el compañero y vuelven a consultar la red social en el móvil, donde contestan con emoticonos a conversaciones digitales y atienden correos electrónicos que anuncian rebajas en ropa y complementos. En medio de estas actividades matutinas aparece en el panel la primera diapositiva del powerpoint de hoy, en consonancia con los colores, las disposiciones, el tipo y el tamaño de letra del estilo gráfico habitual del profesor, de modo que se hace obvio a los alumnos que la clase ha comenzado y que hay que hacerle un hueco para simultanearla con las conversaciones abiertas en las redes sociales, los correos de ofertas y toda suerte de eventuales llamadas de atención provenientes de las pantallas o de los compañeros. Pero no es tan difícil, porque, al fin y al cabo, el powerpoint terminará alojado en el campus virtual y el examen final consistirá en un test sobre palabras adecuadas a preguntas propuestas a partir de la información estructurada en dicho powerpoint.
La voz del profesor o la profesora avanza solitaria al paso de las diapositivas que se suceden en el panel. Y uno y otros llegan al final de la clase, cuando todos cierran momentáneamente sus dispositivos y se dirigen a una nueva clase, quizá no muy diferente a la que acaba de tener lugar.
La generación Z: soledad, desorientación y el refugio de las pantallas
En lo que pueda tener de verosímil esta imagen, me parece que se refleja un estado de anonimato y falta de conexión no deseables para la docencia y el aprendizaje. Quizás la generación de los profesores —principalmente la X— tiene que realizar muchas cosas en su vida académica, y entre ellas, la que menos “renta” es la atención a los alumnos. Y los alumnos —generación Z—, ya acostumbrados a la ausencia de figuras educativas de referencia desde los años previos a la universidad, no esperan mucho de los profesores.
Quizá se ha instalado un pacto sordo de tolerancia mutua. Como indica el filósofo José María Torralba, la generación a la que pertenecen los alumnos actuales arrastra un problema de desorientación y de soledad en los momentos decisivos de sus vidas. Quizá la tecnología digital se haya convertido en un refugio, un espacio seguro cuando arrecia el frío de la incomunicación y la soledad inter e intrageneracionales. Espacio seguro, pero verdaderamente precario. Y, al mismo tiempo, estos alumnos valoran relaciones interpersonales auténticas, testimonios, conocimiento experiencial, la dimensión de los afectos en la comunicación, la cercanía…
En este contexto universitario problemático, pensar en John Henry Newman como parte de la solución puede parecer, a simple vista, extravagante y gratuito. Pero pienso que no lo es. Ciertamente, la sociología, genealogía y ethos de la universidad oxoniense de la primera mitad del siglo XIX tiene poco que ver con los de la actual universidad española. Pero hay una conexión luminosa que se revela al leer Auge y progreso de las universidades de Newman; especialmente luminosa si la dejamos refractar sobre este apresurado análisis de la generación Z. Y esa conexión es la que me gustaría argumentar.
¿Cómo conectar? Newman y la relación profesor-alumno
Para nuestro autor, el nacimiento ateniense de la universidad manifiesta un rasgo fundacional que debe permanecer vivo: la estrecha y cordial conexión entre un profesor y sus alumnos. Una conexión legitimada por la exclusiva orientación al desarrollo de la vida intelectual; y si esta no ha de degradarse en pasatiempo intelectualista, sino ser un bien que vivifica a ser humano y que se ordena a una profunda felicidad personal, necesitará de un ambiente convivencial donde se aprendan las virtudes que hacen crecer de modo integral. Esto quedará materializado para Newman en la vida de los colleges universitarios. Pero, si nuestro momento universitario español, en sus actitudes, tradiciones y fisonomía institucional, dista con amplitud de acoger, ni siquiera muchas veces contemplar, la posibilidad del planteamiento newmaniano, ¿tendría sentido intentar de algún modo apropiarnos de esto? Yo diría que sí: en primer lugar, porque las necesidades de la generación Z —sin que habitualmente lo expresen directa y explícitamente— claman por ello. Y, en segundo lugar, porque los profesores podemos comenzar a conseguirlas cualificando al modo newmaniano el único espacio-tiempo del que hoy disponemos en la universidad para una educación donde la relación interpersonal sea el centro: el espacio-tiempo del aula. Frente a las tristes demandas de espacios seguros donde un alumno pueda huir y defenderse de profesores y compañeros, deberíamos revaluar el aula como el espacio-tiempo seguro por excelencia, a salvo de ideologías, burocracias, envaramientos teóricos y reclamos comerciales: el espacio-tiempo con los profesores y los compañeros para el seguro crecimiento intelectual y del carácter, donde se repara la descorporalización por reducción digital que señala Martín Tami. Un neognosticismo constante en el que quizá no reparamos lo suficiente.
El aula: lugar de la sobreabundancia y la gratuidad
Creo que no es violentar el pensamiento de Newman, sino concretarlo, si, donde describe la universidad como el lugar de la superabundante y gratuita entrega del maestro, leemos el aula —a modo de metonimia de la parte por el todo—, pues es allí donde el intercambio docente-discente fundacional ocurre —y el aula también incluye un peripatético jardín del campus o un rincón de acogedora taberna de Facultad—:
[la universidad/aula] Es el lugar donde el profesor se torna elocuente, donde es misionero y predicador, donde muestra su ciencia de forma más completa y atractiva, donde la entrega con el celo que da el entusiasmo y enciende los pechos de los que le escuchan con el amor que siente por ella. (52)
El aula sería el lugar por antonomasia donde se daría lo que Newman llama la oferta de sabiduría de los maestros, el derroche de gratuidad que genera la demanda de los alumnos. Es esa sabiduría desbordante, encarnada y palpable, accesible en el compartir el espacio y el tiempo, la que realiza una influencia verdaderamente educativa. La co-presencia del maestro y de los alumnos provoca la “comunicación directa entre hombre y hombre”, cordial —cor ad cor loquitur, lema de Newman—.
El sentido ilativo, tan natural y propio del acceso a la verdad, y tan extraño al abstraccionismo moderno, se desarrolla en el aula al hilo de un diálogo entre maestro y alumnos, donde la verdad destella aquí y allá, en una propuesta, en una objeción, en un esfuerzo sintético, en un ejemplo aproximado, en un recuerdo que no somos capaces de sacárnoslo de la cabeza e irrumpe ahora, en una intuición seductora, en una imagen que tácitamente habla con una elocuencia inesperada… Y nada de esto estaba seguramente programado, sino que brotó al calor de un interés, de una aportación inopinada, de una conexión a primera vista descabellada, de una buena voluntad. Y todo esto se constituyó en el propio caminar el camino de la búsqueda de la verdad.
Sobre la formación del carácter en el aula
¿Y qué decir de cómo encontrar esa formación del carácter, necesaria para quien crece intelectualmente, una vez obstaculizada la posibilidad de la vida universitaria en colleges donde se podía aprender las virtudes de la convivencia? Yo creo que Newman no estaría en desacuerdo con que, estando así nuestras cosas españolas —y sin olvidar iniciativas diversas de convivencia llevadas a la práctica por algunas instituciones universitarias verdaderamente beneméritas—, es este espacio-tiempo precioso del aula donde el ethos del profesor puede fomentar de modo directo las virtudes del carácter; un estilo vital relacional que sale al paso de las necesidades de cercanía y confianza que reclama el “alumno Z”. Creo que son las virtudes que Newman veía en su propio tiempo en el caballero británico, y que el espacio-tiempo del aula puede reclamar de modo natural, comenzando por su encarnación en el profesor o profesora. Cualidades que resumía así:
El porte, el modo de andar, la manera de hablar, los gestos, la voz; la serenidad, el dominio de sí, la cortesía, la facilidad para conversar, la capacidad de no ofender; los nobles principios, la exquisitez de pensamiento, la felicidad del semblante, el gusto y la oportunidad, la generosidad de espíritu y la tolerancia, la franqueza y la consideración, la munificencia. (46)
¿No será que el “alumno Z” nos está reclamando todo esto para superar su desorientación, soledad, anonimato y adentrarse gozosamente por la senda del desarrollo intelectual y personal? ¿Estaríamos dispuestos los profesores, con la inspiración y ayuda de Newman, a transfigurar el espacio-tiempo de nuestras aulas, para que nuestros alumnos crezcan intelectualmente, de verdad y en la verdad, sin miedo a querer su crecimiento —y con él va el nuestro—, de verdad y en la verdad, como seres humanos?
Esta publicación pertenece a una serie sobre John Henry Newman. Su nombre tiene el San delante desde octubre de 2019 pero nuestro Instituto lleva su nombre desde hace 20 años porque pensamos que merece la pena conocer a esta figura y entender por qué seguimos su huella en esta casa, la Universidad Francisco de Vitoria. De ahí que compartamos con vosotros cada mes un breve artículo o pieza audiovisual explicando la hondura de este personaje de la mano de profesores universitarios que admiran su inteligencia de la fe y su inteligencia de la realidad.