Salvador Antuñano Alea
Catedrático de Filosofía Antigua y Medieval de la Universidad Francisco de Vitoria
Desde el anuncio de su declive final, se habla y se escribe mucho en estos días sobre el Papa Benedicto XVI y probablemente la tendencia continúe todavía una o dos semanas después de sus exequias. Al lado de abundantes notas necrológicas al uso -tópicas, superficiales y prescindibles- se encuentran también comentarios excelentes que nos señalan la significación y la hondura de uno de los hombres más grandes de nuestro tiempo.
Algunas síntesis de la vida de Benedicto XVI
Así, por apuntar sólo unos cuantos ejemplos, mencionamos las síntesis precisas de su vida y obra como la publicada por el Profesor Isidro Catela (El Papa de la esperanza) o la emitida por el P. Santiago Martín, F.M., o la que ha hecho su antiguo portavoz, el P. Federico Lombardi, S.J.; la valoración de la titánica y clarividente defensa de la fe en la hora oscura que señala Monseñor Martínez Camino al hilo del imprescindible Rapporto sulla Fede, la histórica entrevista que le hiciera Vittorio Messori; la reivindicación de su legado teológico hecha por el Cardenal Müller -su sucesor como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; la integración de teología, pastoral y predicación al modo de los Padres antiguos que resalta Don Pablo Cervera; la identificación de la clave de su vida y su ministerio en la centralidad de Dios que hacen la doctora Luisella Scrosati y el P. Guillermo Juan Morado; la gratitud magnánima de su testamento glosada por Enrique García-Máiquez; el elegante y justo reconocimiento a su visión católica de la economía del que fuera responsable de las finanzas de la Iglesia, Ettore Gotti-Tedeschi; modélicas homilías fúnebres, como la que pronunció Monseñor Jesús Sanz, O.F.M.; sentidos recuerdos personales, como el del Arzobispo Emérito de Filadelfia; el homenaje ilustrado de Jiménez Losantos a la resistencia contra las ideologías mundanas; las últimas humillaciones sufridas en su propia casa; la alusión que hacen Rod Dreher y Carlos Esteban a un misterioso carisma de katechon que pareció mantener hasta su muerte, un dique caído ahora, según dicen tanto quienes defienden la tradición (Kennedy Hall) como los que aman cualquier viento de novedades (Udo Gumpel), mientras otros claman por cierta moderación (John L. Allen Jr.). Y, por supuesto, habría que anteponer a todo esto, en primer lugar, el testimonio, en diversas entrevistas, de su secretario, Monseñor Gänswein.
La renuncia del Papa Benedicto
Mucho de lo que se escribe y publica alude, sin entrar a fondo -y, normalmente, sin considerarlo como tal- al signo profético de su abdicación, tan desconcertante y de consecuencias, a primera vista, tan catastróficas, pero en consonancia plena con la paradoja evangélica del grano que cae en tierra y muere para dar fruto, con el rechazo del poder del mundo, como ya indicaran en su día Giorgio Agamben y Antonio Socci de quien se hace eco Dreher en el artículo antes citado y con esa “sabiduría humilde y bella” que ha recordado el señor Arzobispo de Oviedo. Está claro que el sentido de esa “Gran Renuncia” no puede ser comprendido por quienes miran a la Iglesia -y a la realidad entera- sólo desde la perspectiva sauroniana del poder, pero sorprende que autores con una visión sobrenatural de la historia, y un camino de fe tan hondo como Eric Sammons den la impresión de haber perdido la esperanza aquel doloroso 11 de febrero. Quizá puedan aplicarse a ese día las palabras de Tolkien en cierto pasaje de su obra maestra: “Sería imprudente en verdad quien dijera tal cosa […] En todo lo que hizo en vida no hubo nunca nada inútil. Quienes lo seguían no estaban enterados de lo que pensaba y no pueden explicarnos lo que él se proponía” (TLOTR, I, 2: 7).
Vista la calidad óptima de tantos comentarios, quizás sería más oportuno rendir al alto ejemplo del Papa difunto, junto con una oración por su eterno descanso, el homenaje de una admiración silenciosa, contemplativa y agradecida, en lugar de incrementar la serie interminable de escritos que, como la generación de las hojas en los árboles, dentro de pocos días nadie recordará. Seguros de este sino, con todo, tal vez convenga brevemente fijarnos en las propias palabras que el Papa Sabio nos ha legado en el testamento escrito en 2006 y hecho público ahora, pues esas letras nos ofrecen sin duda no sólo una acertada clave de interpretación de su vida y misión, sino también una preciosa herencia para los tiempos recios que nos toca vivir, ya sin él -o, más bien, con él pero en la dimensión de la communio sanctorum-.
Su testamento espiritual
Lo primero que el Santo Padre hace en su testamento es agradecer a Dios los dones que le ha dado -y no es la cruz el menor de ellos-. En esta gratitud podemos ver la centralidad absoluta de Dios en la vida de Benedicto XVI. Es Dios -el Dios Trinitario, el Dios de Jesucristo- el que da sentido a nuestra existencia, la sostiene y la culmina. Por eso, la misión del Papa consistió principalmente en recuperar para la Iglesia el sentido de lo sagrado: en la fidelidad de su doctrina, en la santidad de la liturgia, en el alma de la caridad, en el horizonte de una esperanza eterna, en el carácter redentor de la relación entre la Iglesia y el mundo. Tuvo siempre presente que lo primero y lo último -el eschaton– consistía en “quaerere Deum”, como nos enseñó en el Colegio de los Bernardinos, intentando salvar la civilización con esta ancla. Ya en su retiro, nos propuso también ese remedio para salir de la grave crisis de la Iglesia: volver a Dios y amar la Eucaristía.
El testamento hace extensiva la gratitud del Papa a sus padres y hermanos, a su patria natal y a su patria de adopción, a sus profesores y alumnos, a sus amigos y colaboradores. Es decir, a las “minorías creativas” concretas en las que vivió y con las que trabajó -la primera de todas, su propia familia-. Y en esto vemos que su insistencia en esas “minorías creativas” en las que auguraba la pervivencia y fecundidad de la fe cristiana, no se dirigía al diseño artificial de grupos o agendas de ingeniería social, sino a vivir con verdad y cristianismo auténtico nuestros vínculos naturales: la familia, en primer lugar, y también la convivencia educativa, los lazos con nuestros compatriotas, las relaciones laborales, el afecto de los amigos, para hacer de todos esos ámbitos comunidades fructíferas, radiantes y sencillas de vida cristiana, de fe, esperanza y caridad -lo que supone, de nuevo, poner el centro de todo no en nosotros, sino en el Dios de Jesucristo-.
Y, justo por esto, finalmente el testamento nos exhorta: “¡Manteneos firmes en la fe! ¡No os dejéis confundir!”. El Papa era consciente de la oscuridad y confusión de nuestros días -basta recordar su homilía sobre la dictadura del relativismo antes del Cónclave que lo eligió a la Sede de San Pedro. Por eso, parece advertirnos contra falsos profetas y evangelizadores, como San Pablo insistía a los Gálatas: “Aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!” (Gál 1, 8). Concretamente, nos pone en guardia contra ciertas tendencias de la teología contemporánea y de las “interpretaciones filosóficas” de las ciencias naturales, que parecen erigirse desde hace ya muchos años en profetas de un cristianismo adaptado al espíritu de los tiempos, al spiritus mundi. Y, también como San Pablo, nos pone de nuevo frente a lo esencial: “Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo”. Y, por lo visto, la confesión de su amor por el Señor fueron también sus últimas palabras.
En sus escritos y en sus gestos, en su vida humilde y santa, se descubre que Benedicto XVI era consciente, desde el principio, de estar al final de una época, de una civilización, de un mundo. El mismo nombre que eligió como Papa da cuenta de ello: San Benito nació en el hundimiento de la Edad Antigua y su vida y su enseñanza configuraron la que empezaba a nacer entonces. Si somos capaces de cumplir la exhortación final del Papa Sabio, si nos mantenemos firmes en la fe, su legado y su recuerdo permanecerá más allá de la moda, ruidosa y efímera, de los periódicos de estos días. Y, lo que es sin duda más importante, será posible augurar todavía una nueva era en la vida de la Iglesia -y, por añadidura, de la civilización-, centrada en un Dios que tanto nos ha amado que nos entregó a su Hijo único para que tengamos vida.