De vez en cuando, por azar, por arte, se abren las puertas que nos separan del fondo de las cosas y conectamos.
Me lo contaron hace años unos amigos italianos, que estuvieron de visita en San Sebastián.Tras una jornada de playa y variedad de gratos paseos, cenaron suculentamente en un asador de la parte vieja donostiarra. Muy satisfechos, con el dulce arrobo de la buena comida bien regada y algunas copas más como remate, salieron a la tibia hermandad de la noche, entre calles estrechas y acogedoras. Se sentían no propiamente en la gloria, sino bastante cerca de ella. Entonces, llegó la mismísima gloria. De repente, sobrecogedoramente, comenzaron a oír un coro que se les antojó celestial: entonaba nada menos que el Va pensiero de la ópera Nabucco,el clamor de los prisioneros por la libertad perdida y la nostalgia de la patria. ¡Allí, en las callejas remotas de la pequeña capital vasca! Eran voces maravillosas, arrebatadoras, mágicas, nada que ver con el berrear de los borrachos a altas horas de la madrugada. Mis amigos, más italianos entonces que nunca, se creyeron poseídos por algún embrujo digno de Ariosto, y sintieron que todo era posible, que el infinito siempre está cerca, cercándonos…
La anécdota
No pretendo destripar este modesto milagro explicando brevemente sus requisitos: otra cena en un restaurante vecino, ésta de los miembros del admirable Orfeón Donostiarra, que celebraban –también con un buen yantar y bastantes copas– alguno de sus innumerables éxitos. Después, ya en la calle, varios entonaron el coro de Nabucco con que tantos aplausos habían cosechado sobre el escenario. El resto es historia, la que acabo de narrarles. Lo importante de la anécdota es que de vez en cuando lo maravilloso puede asaltarnos la vida: por azar, por arte, por una de esas coincidencias que embrujaban a Jung, a veces por que hemos bebido o fumado algo estupendo, se abren las puertas que nos separan del fondo de las cosas y conectamos. Por un instante, todo parece ser como siempre debiera ser, pleno, intenso, gravemente alegre: después se desvanece poco a poco, pero nos queda el ramalazo tonificante de lo que hemos sentido durante ese momento. Y ayuda a vivir, vaya que si ayuda.
Los aficionados a los toros hablan del “pellizco”: es un algo más que habilidad o arte que ponen ciertos toreros en las suertes y que transmite a los espectadores el latigazo que el alma siempre espera para lanzarse al ruedo de la vida. Así lo describe Hemingway en El verano peligroso, viendo una verónica de Antonio Ordóñez: “No es la impresión que provoca el llanto… sino la que hace que el cuello y el pecho se pongan en tensión y los ojos se empañen al ver que algo que uno creía muerto y concluido vuelve a la vida en la propia presencia”. Pero a quien no le gusten los toros no debe preocuparse, porque este pellizco puede conseguirse de muchas otras maneras. Salta con un verso, con una sonrisa o una caricia, al escuchar que alguien dice “no”o “sí”justo cuando y como es debido… es un regalo precioso pero multiforme y quizá no tan raro como suele creerse. Si no me equivoco, también las emociones que suelen llamarse “religiosas”con mayor propiedad pertenecen a este género: el de lo que dábamos por muerto pero no lo está y vuelve para traernos más vida.
Liberación
El pellizco es la salvación momentánea, lo que nos rescata. En uno de sus majestuosos momentos inspirados dice Víctor Hugo que el tigre “lleva su piel marcada por la sombra de la jaula eterna”. En esa jaula eterna estamos todos encerrados, fieras y humanos. De vez en cuando llega el pellizco, para que comprendamos por un instante que los barrotes son sólo sombras y que nuestro destino es abierto, como la luz del sol.
Artículo de Fernando Savater publicado originalmente en www.tiempodehoy.com