Antonio Sastre. Profesor de Formación Humanística UFV.
Sin casi anunciarse, como un ladrón en la noche, mientras estábamos ocupados haciendo otros planes, ha venido para desinstalarnos, trastocando nuestras vidas tal vez para siempre, el coronavirus SARS-CoV-2. Lo que este agente patógeno causa es un indudable mal, una enfermedad devastadora que está provocando muchísimo sufrimiento. Por no hablar del tsunami que ya está barriendo lo que hasta antes de ayer era una relativa placidez económica y social.
Es un mal que está destruyendo miles de vidas, que nos llena de incertidumbre y nos hace palpar nuestra constitutiva vulnerabilidad (lo cual, por cierto, no tiene nada de malo), pero es un mal relativo. Hay un mal absoluto, que es ver frustrado aquello que somos, malograrnos a nosotros mismos, que la plenitud a la que estamos proyectados no se cumpla nunca. Este es el auténtico mal.
Y el coronavirus nos enseña mucho sobre la etiología, desarrollo y síntomas de ese mal mucho más temible que nos acecha (y sobre su cura). La plenitud para cada uno de nosotros, seres de encuentro, es que se pueda dar con nuestros semejantes esa clase de relación que llamamos comunión y que me vincula a ellos en una unidad profunda en la que lejos de perderme a mí mismo soy más intensamente yo mismo que nunca. Quien lo ha vivido sabe que ha estado en el cielo. Por desgracia, nuestras relaciones con los demás se encanallan demasiado a menudo en el infierno de la incomunicación y el desencuentro, cuando no el abierto conflicto. No poder acceder a esa tierra de promisión donde habitan los otros es la verdadera enfermedad. Saber que en esa tierra espera la felicidad y no sentir en nuestros miembros ni un átomo de la energía que necesitamos para emprender el éxodo que nos sacaría de nuestro ombligo y nos llevaría hacia el otro, es estar mortalmente enfermo.
Curiosamente, la única forma de protegernos frente al COVID-19 es guardar con respecto a los otros una distancia prudencial: separarnos, poner tierra de por medio, aislarnos dentro de una invisible burbuja profiláctica. En el espacio aéreo entre el otro y yo se embosca una insidiosa amenaza, un ente imperceptible pero asesino que ha hecho que el trato entre nosotros se llene de cautelas. Nuestro intento de preservarnos unos de otros ha llegado al punto de paralizar casi totalmente la actividad de la sociedad y la economía, con consecuencias que aún no somos capaces de calibrar. Pero hay otra parálisis mucho más letal que nos impide pasar al otro, arriesgarnos, buscarlo allí donde está, sin lo cual es imposible cualquier forma de encuentro verdadero. No hay mayor parálisis que no poder amar. Desearía encontrarme con el otro y abrazarlo, pero es como si en el camino hacia él se interpusiera, no ya un virus, sino un monstruo terrorífico por el que temo ser devorado. Y eso, el temor, el miedo a la muerte, me bloquea y me hace encerrarme en mi yo. No hablamos de la muerte como “ese hecho inexorable de que la vida de cada hombre ha de terminarse” (O. Clement), sino como todo aquello que ataca mi ser, mi yo, mi proyecto de felicidad.
Por el miedo a no-ser, el hombre está incapacitado para amar, pues amar implica necesariamente morir a uno mismo, de muchas maneras, cotidianamente. No estamos hablando, pues, de una vaga tendencia al mal, a portarse mal, a ser de vez en cuando un mal chico… Se trata de un cáncer que afecta a lo más nuclear y precioso del ser humano, lo que le constituye: su capacidad de encontrarse, de amar, de relacionarse con el otro.
El SARS-CoV-2 infecta los alveolos pulmonares. El miedo a la muerte hace que cada una de nuestras células ansíe desesperadamente la vida, y que no podamos evitar ver al otro muchas veces como rival, enemigo, obstáculo o amenaza. El SARS-CoV-2 inutiliza nuestros pulmones. El miedo a la muerte nos hace curvarnos sobre nosotros mismos, impidiéndonos ver otra cosa que el propio ombligo, y hace que cada una de nuestras partículas esté atacada por el egoísmo (M. I. Rupnik). El SARS-CoV-2 mata por asfixia; el miedo a la muerte estrangula nuestro natural deseo de amar y ser amados y nos mata de sinsentido.
Dentro de unos meses se nos anunciará en los telediarios que se ha encontrado una vacuna contra el coronavirus. Cabe imaginarse la reacción mundial. Las calles, hoy desiertas, se llenarán de griterío y fiesta. Y no será para menos. Podremos volver a abrazarnos y a besarnos. Pero nada sustancial habrá cambiado en la condición del ser humano sobre este planeta. Otros virus, otras crisis vendrán a desinstalarnos.
Sin embargo, ha sucedido ya algo que ha cambiado todo, que nos salva del mal absoluto, y no hay una noticia mejor que se le pueda anunciar a la humanidad: la muerte ha sido destruida, le ha sido quitada al monstruo toda su ponzoña. Es posible no vivir más atenazados por el miedo; ha sido depositada dentro de cada uno de nosotros una Vida que no se acaba, así que ya es posible entrar en la muerte y no morir; ES POSIBLE AMAR. Ya estamos celebrando la victoria de ese Amor, más trascendental que cualquier vacuna. cualquier vacuna. Su nombre es Pascua.