Lección Magistral en el Solemne Acto de Apertura de Curso de la Universidad Francisco de Vitoria
18 de septiembre de 2024
Ante todo, quiero comenzar agradeciendo muy sinceramente al Director del Departamento de Formación Humanística, mi amigo Marcelo López, la temeridad y la confianza depositada en mí al invitarme a dictar esta lección magistral que sirve como apertura del curso académico 24-25 de la Universidad Francisco de Vitoria.
Muy agradecido, muy honrado y, he de reconocerlo, algo tembloroso querría compartir con ustedes, sin pretensión de exhaustividad, algunas ideas y reflexiones a modo de apuntes, que para mí han resultado y resultan no solo sugerentes, sino muy luminosas respecto de la naturaleza y la gravedad de la tarea que nos ocupa, la educación universitaria.
Intentaré no contribuir al sambenito que tenemos colgado los humanistas de alargarnos y ser oscuros. Es obligado, pues aquello que me gustaría compartir con ustedes lleva como título “Educar es alumbrar. Apuntes sobre nuestra tarea en un mundo desencantado”.
De antemano les ruego que sean hospitalarios con el ponente y que rebajen las expectativas, si es que alguna vez las tuvieron elevadas; pues ofreceré más preguntas que respuestas.
Primero.
Que educar es alumbrar lo dice mucho mejor de lo que podríamos soñar siquiera con decir nosotros Santo Tomás de Aquino. Y si alguno tuviera que quedarse solo con una cosa de las que vamos a decir, que retenga en la memoria estas palabras, de las que todo lo demás es tan solo nota a pie de página. Dice el Doctor Angélico:
“del mismo modo que es mejor iluminar que solamente brillar, asimismo es cosa más grande y hermosa dar a los demás las cosas contempladas que solamente contemplarlas”[1].
Nuestra tarea, la tarea educativa, es por lo pronto y nada menos que dar a los demás las cosas contempladas. De esta primera aproximación se puede además inducir que el educador tiene que ser, primero, contemplador —no diremos, aún, contemplativo—, esto es, el que “mira con atención”. Dice Fray Luis de Granada que “son los hombres hechos de la tierra, no como inquilinos y moradores de ella, sino como contempladores de las cosas celestiales”[2], y dice María Zambrano de modo bellísimo que “la atención no es sino la receptividad llevada al extremo”[3].
Así, las cosas celestiales, sagradas —las cosas que verdaderamente nos importan— solo son posibles al espíritu que, abierto, quiere recibir la realidad en su totalidad. Y de entre los contempladores hay una estirpe especial, llamada específicamente a dar a los demás lo contemplado: el maestro, el educador; el profesor.
Segundo.
Mi hija Blanca, que cumplirá cinco años en noviembre, ha sido para mí desde que nació, lo saben bien algunos, un factor educativo fundamental.
No hace mucho, tras una de esas ocasiones en que tras una trastada inconsciente los padres perdemos la paciencia, se acerca nuestra hija y nos pide perdón. Nuestra respuesta fue de perdón, sí, pero perdón a regañadientes. De “perdón pero sigo enfadado”. Blanca, que no percibió la reticencia —como es natural—, pasó de la tristeza y el arrepentimiento a la alegría y la inocencia sin solución de continuidad. Como si no hubiera sucedido nada, como si nunca hubiera existido el mal en el mundo. Todo esto, con vergüenza lo confieso, pero también con la complicidad de los que en este auditorio son padres, no hacía más que aumentar nuestro desconcierto e irritación. Blanca quería jugar y no paraba de hablar. Nosotros, sin embargo, todavía heridos por nuestra propia cerrazón, no le hacíamos caso. Al final, después de una situación un tanto extraña —para nosotros, no para ella—, le dijimos algo así como: “te hemos perdonado, pero seguimos enfadados”. Inmediatamente, sus ojos se llenaron de lágrimas y con una mirada de tristeza nos preguntó: “pero si ya me habéis perdonado, ¿por qué no puede ser todo como antes?”.
¿Por qué no puede ser todo como antes? ¿Por qué tenemos inscrita en nuestro corazón la conciencia de que el perdón es incondicional y lo restaura todo? ¿Y en qué momento de la vida uno se vuelve cínico y deja de contemplar siquiera la posibilidad de que todo renazca? ¿Y qué sería de nosotros si no pudiésemos ser educados así por nuestros hijos o, incluso, por nuestros alumnos? ¿Qué sería de nosotros si no se nos obligara, con cierta frecuencia, a hacer las cuentas con el grito más profundo de nuestro corazón? Y, por último, ¿qué tiene que ver esto con la universidad?
Tercero.
Recientemente he tenido la oportunidad de leer una magnífica entrevista de Íñigo López a Nick Cave en El País[4], con ocasión de la publicación de su último disco, The Wild God. Nick Cave, nacido en 1957, es uno de los artistas australianos con más reconocimiento internacional. En 2015 su hijo Arthur falleció tras precipitarse por un acantilado en Brighton. Nueve años después afirma con osadía:
Antes de que Arthur muriera yo era muy distinto, ahora lo veo claramente. Entonces, la vida era algo que pasaba. En realidad, ni siquiera le prestaba mucha atención. Pero el valor de la vida, una vez empezamos a superar la muerte de Arthur, cambió. Ahora veo el mundo como algo sistémicamente hermoso, y a las personas como criaturas extraordinarias, resistentes y vulnerables.
Me golpeó con mucha fuerza el recorrido vital de este artista desde la muerte de su hijo: de no prestar atención a la vida a considerar el mundo “como algo sistemáticamente hermoso”. Me pregunto si existe algún modo de despertar a esta conciencia de la belleza del mundo y del otro sin necesidad de la tragedia —que, por otro lado, no es garantía universal de nada—.
El cometido de la educación, cuando es verdadera educación, parece ser ofrecer este camino.
Cuarto.
Dice el profesor Gregorio Gómez Cambres parafraseando a María Zambrano que “educar es convertir la mirada y el corazón hacia la luz y así transformar el corazón de piedra en un corazón de carne. Un corazón, vida y persona transparentes”. Así expresado, uno podría pensar que nuestra tarea como educadores es que el educando se vuelva hacia la luz, se convierta. Y creo que esto es verdad. Creo también, no obstante, que nuestra tarea —al menos así quiero vivir e invitar a vivir este inicio de curso— tiene que ver antes con la conversión de nuestra mirada y nuestro corazón hacia la luz. Con una transformación de nuestro corazón de piedra en un corazón de carne.
Cada comienzo de curso se nos plantean muchos retos y desafíos, los de siempre y siempre algunos nuevos. De algún modo, sin embargo, es claro —si nos detenemos un solo instante— que con cada comienzo de curso el desafío principal al que cada uno se enfrenta es él mismo.
Quinto.
La educación es cultivo —la raíz es la misma que la de cultura—, lo que nos sitúa en la piel del hortelano o del jardinero —¿por qué no habría de llamarse así a quien atiende a los niños en un jardín de infancia, a quién se ocupa de la puericultura?—. El educador es entonces alguien que remueve la tierra, la airea, siembra, riega, abona, cuida, endereza, guía y acompaña, protege y en último término espera el fruto y se alegra con él.
Otras muchas palabras pertenecen al campo semántico de la educación sin ser propiamente sinónimos: formación, instrucción, adiestramiento, enseñanza…
Pero querría que atendiéramos a una palabra que no resulta tan inmediatamente evidente y que a priori tiene menos márketing: la educación como alumbramiento.
Alumbrar es iluminar, dar luz. Alumbrar es también dar a luz.
Sobre lo primero. Alumbrar es iluminar, pero no cualquier iluminar: es iluminar con lumbre. Me sorprende lo que dice el diccionario sobre la lumbre: “materia combustible encendida”. Si aceptamos la analogía entre la educación y el alumbramiento y tiramos un poco del hilo, entonces el maestro, el educador, tiene que estar encendido. ¡No basta con ser buena materia combustible! Y estando encendida, no solo da luz, también da calor.
Traiciona gravemente su misión entonces el que debiendo alumbrar, deslumbra. El que se ilumina a sí mismo cegando a quien le mira en lugar de alumbrar el camino. Son imágenes de este maestro que alumbra Gandalf en Moria, o Virgilio guiando a Dante con un farol por el infierno y el purgatorio e inaugurando la posibilidad sugerente de un liderazgo del alumbramiento en el ámbito educativo, del maestro como guía que ilumina el camino y lo recorre junto a su compañía.
Sobre lo segundo: alumbramiento es “dar a luz”. Y es recurrente y muy sencillo —sería demasiado fácil el recurso a Platón y su caverna— entender la educación así. Literalmente, en realidad, educar tiene dos orígenes etimológicos complementarios: educare (guiar, acompañar) y educere (sacar de dentro, de la oscuridad a la luz). La educación es alumbramiento porque introduce al educando en la totalidad luminosa del cosmos —en la contemplación de las estrellas, de las cosas celestes, decía Fray Luis— y lo acoge en él, lo acompaña en sus primeros pasos. Sin esta compañía, como para el infante, el mundo es hostil y aterrador, inhabitable, frío e inhóspito.
Sexto.
Si educar es alumbrar, la educación comienza por el asombro —salir de la sombra—. Y si la educación comienza por el asombro, no existe verdadera educación si no hay espacio para el misterio, es decir, si no hay algo, al menos como posibilidad, que excede nuestra medida del mundo. El asombro solo es posible cuando la realidad nos afecta desafiando nuestra medida, siempre pequeña. Entonces nuestra razón se puede abrir ante la luz que se nos revela, mostrando al tiempo quiénes somos.
Cierto es también que el asombro no sirve más que como punto de partida: el asombro hay que custodiarlo, hay que dejarse hacer por él. La filosofía, la ciencia, el pensamiento y el saber se abren para quienes se dejan llevar por el asombro, por el impacto —que es afectivo— de la belleza de la realidad, que nos hiere y nos llama, que nos llama hiriéndonos.
Séptimo.
Un ‘pero’. Una no tan pequeña piedra en el zapato. Vivimos en un mundo desencantado. Querría alejarme lo más posible de una consideración del momento del mundo que nos ha tocado vivir como algo indeseable de lo que hemos de huir, protegernos o defendernos. Creo, no obstante, que Max Weber llevaba razón cuando hablaba en 1918[5] de esto que hemos llegado a conocer como “desencantamiento” del mundo. Para el sociólogo alemán, el advenimiento deslumbrante del método de las ciencias experimentales y de la razón ilustrada —nosotros podemos decir, el uso exclusivo de una razón reducida, no abierta— ha tenido como consecuencia colateral la eliminación del misterio del horizonte de la vida humana y, consecuentemente, la eliminación de la posibilidad de sentido. El mundo se ha vuelto, dice él, “predecible y transparente”. La desmitificación que sobreviene es, para Weber, alienante, el lado oscuro que ha tenido el por otro lado extraordinario avance científico y tecnológico.
Una ruptura entre ciencia y religión, entre razón y fe, entre mundo y hombre que es muy moderna y que asume a priori que la realidad no es significativa más allá de su utilidad. En un mundo desencantado el asombro es cada vez menos posible. El saber y la ciencia pierden su relevancia en sí mismas y sucumben al servicio de los intereses del poder, llámese Pan, Mammon o Baal.
Desencantamiento no es, entonces, desencanto, por más que el desencantamiento del mundo haya contribuido, si no causado, un desencanto que persiste hoy.
Octavo.
Nuestra primera tarea en este mundo desencantado, al que le cuesta valorar y reconocer lo que no tiene un rédito inmediato, lo que no “renta”, lo que es arduo, lo que no se puede contar, medir o pesar, es entonces reencantar el mundo, recuperar la canción. La tarea educativa en nuestro tiempo tiene que ver con “hacer visible lo invisible”, mostrar lo que está oculto, des-velar. Quitar el velo que oculta el fondo de la realidad.
La educación es, entonces, como le gustaba decir a Don Giussani parafraseando a Jungmann: “Eine Einführung in die Gesamtwirklichkeit”[6], “introducción a la realidad total”. Pero la realidad, continúa el sacerdote italiano, no se puede afirmar verdaderamente si no se afirma la existencia de su significado.
El profesor Salvador Antuñano, en esta misma sede hace seis años, en el Solemne Acto de Apertura del Curso Académico que hacía el vigésimoquinto Aniversario de la fundación de nuestra Universidad, nos recordaba citando a Peter Kreeft que
la realidad que vemos no es sin más “lo que parece” o “lo que hay” ni por supuesto “menos de lo que hay” sino siempre “más de lo que hay”. [La mirada evangélica —y la platónica—] es una mirada que es inteligencia porque sabe leer por dentro —intus legere—; una inteligencia generosa, superabundante y profunda, significativa y acerada, que sabe que las cosas son como sacramentos que significan siempre y apuntan a algo más allá de sí mismas, pero en íntima conexión con ellas. “Things —nos dice Chesterton— are not what they seem, but what they mean”[7].
La educación, así entendida, como alumbramiento del significado de las cosas, es la tarea más inexorable de nuestro tiempo. La educación es introducción a la realidad total, a su significado. Es introducción a esta realidad concreta y tangible, manipulable, pero que al mismo tiempo escapa a nuestro dominio, tanto instrumental como racional.
La realidad tiene un espesor que solo se muestra a quien mira con atención, como diría el profesor Alfonso Pérez de Laborda. O, parafraseando a Scheller, el hombre es el único animal que tiene «mundo» y no solo medio.
Para el animal humano, la realidad es significativa, está «encantada», es misteriosa. Hay algo en la realidad, o más bien sosteniéndola, que va «de algún modo» más allá de ella misma. Hay algo de lo que depende en último término el éxito o el fracaso de nuestras acciones y empresas y que no depende únicamente de nuestra capacidad. Es la categoría de misterio, explorada por la filosofía desde sus inicios, pero conocida para el hombre desde que es hombre.
La educación se sitúa justo en este quicio: la buena educación no es solamente instrucción ni mera capacitación técnica. Esto es: la educación debe primariamente mostrar aquello que está y que no se ve inmediatamente, aunque sea lo más evidente en sí mismo. La educación, en nuestro tiempo profundamente desencantado (donde lo único que tiene estatuto de realidad es lo desprovisto de misterio), debe con urgencia retornar a mostrar aquello que está en el fondo. Debe enseñar a preguntarse por el fondo de la realidad. A convivir con la dimensión misteriosa del cosmos y de la historia. El alumbramiento es, entonces, mostración de la verdad total, de la canción que está en el origen.
Noveno.
En la misión de nuestra universidad, católica —oxímoron para algunos, pleonasmo para el buen entendedor— se explicita como fin la construcción de una comunidad de buscadores de la belleza, la verdad y el bien. Quizá para nosotros, buscadores llamados a la transformación cristiana de la sociedad y la cultura, el reencantamiento del mundo pase por partir de la Encarnación: si Dios se ha hecho carne, ¡carne humana!, la carne ha quedado divinizada; si Dios ha querido habitar el mundo, la tierra es, de algún modo, cielo, el mundo es, como dice Nick Cave, “sistemáticamente hermoso”. Ha sido Dios mismo quien ha querido encantar primero, en la creación, y reencantar después, con su venida mortal, al hombre y al cosmos. Educar partiendo de la Encarnación es reencantar el mundo, participar como subcreadores, a decir de Tolkien, en Su obra.
Último.
Mi hija Blanca me enseña, cuando me dejo, que aquello que está en el origen de mi humanidad y que constituye mi grandeza se manifiesta a menudo como insatisfacción o como injusticia. Y me enseña también que no es bueno acostumbrarse.
Deseamos demasiado poco. Nuestro corazón, cada vez un poco más viejo, es distinto del de mi hija y también distinto del corazón de Dios. Lewis dice, en The weight of Glory:
“parece que nuestro Señor no piensa que nuestros deseos son demasiados intensos, sino demasiados débiles. Somos criaturas indiferentes que jugamos con la bebida, el sexo y la ambición cuando se nos ofrece un gozo infinito —infinite joy—, como un niño ignorante que quiere continuar haciendo flanes de barro en un tugurio porque no es capaz de imaginarse lo que significa pasar unas vacaciones junto al mar. Nos contentamos con demasiado poco”[8].
¡Nos contentamos con demasiado poco! Se nos ofrece la alegría infinita, y deseamos con una medida pequeña. Quizá nuestra primera tarea sea despertar nosotros mismos a este deseo de totalidad, de alegría infinita, que está en el origen de lo humano. Quizá educar tenga mucho que ver con alumbrar, con hacer visible este deseo adormecido. Quizá, en este mundo desencantado, que ha perdido el gusto por vivir, que en buena medida ha sucumbido al cinismo porque ha eliminado la posibilidad de una respuesta a la altura de su deseo, nuestra primera labor sea escuchar nuestra humanidad.
Si no hay nada más estúpido que una respuesta a un problema que no se ha planteado, la tarea universitaria es antes que la respuesta que pueda ofrecer nuestra medida, la pregunta por lo humano en su raíz. Y la raíz de lo humano, la canción que está en el origen de nuestro ser, es el deseo de infinito.
Hoy, que todo comienza de nuevo y que todo es promesa, quiero desear con mi hija Blanca que todo renazca. Encontrar un perdón que lo restaure todo, mil veces si hace falta. O mejor, mil veces, que hace falta. Para nosotros, universitarios, de la estirpe de los contempladores, deseo una mirada posibilitante, misericordiosa, profunda; que revele la verdad; deseo que seamos lumbre, “materia combustible encendida”, que permita hacer habitable y transfigurar este mundo, tantas veces frío e inhóspito, convirtiéndolo en hogar.
Soli ipsi laus. Dixi.
En Pozuelo de Alarcón, 18 de septiembre de 2024.
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q.188, a.6, c.
[2] Fray Luis de Granada, Introducción del símbolo de la fe, 1, cap. 31.
[3] M. Zambrano, María Zambrano. Filosofía y educación (manuscritos), editado por J. Sánchez-Gey Venegas y Á. Casado Marcos de León, Alicante, ECU, 2013.
[4] Í. López, (7 de septiembre de 2024). ‘Nick Cave: “No sé dónde estaría si mi hijo no hubiera muerto. El dolor te convierte en persona. Antes estaba a medio hacer”. Entrevista a Nick Cave. ICON, en El País. https://elpais.com/icon/2024-09-07/nick-cave-no-se-donde-estaria-si-mi-hijo-no-hubiera-muerto-el-dolor-te-convierte-en-persona-antes-estaba-a-medio-hacer.html
[5] M. Weber. From Max Weber: Essays in Sociology. Traducido y editado por H. Gerth y C. W. Mills. Nueva York, Oxford University Press, 1958, 121.
[6] J. A. Jungmann, Christus als Mittelpunkt religiöser Erziehung, Freiburg am B., Herder, 11939, 20.
[7] S. Antuñano Alea, Los brotes de la higuera. Reflexiones sobre los veinticinco primeros años de vida de la Universidad Francisco de Vitoria. Lección magistral con ocasión del Solemne Acto de Apertura del Curso 2018-2019 de la Universidad Francisco de Vitoria.
[8] C. S. Lewis, El peso de la gloria y otros ensayos, Madrid, Rialp, 2017.