Sobre ese trágico deseo de unidad que llamamos sexo

Las pocas nubecillas albas que esta tarde retozan por el cielo parecen ovejas sin rebaño, solas, aturdidas, diletantes de lo suyo. No son más que flecos desprendidos de aquellas otras, irritadas y arrogantes, que nos encarcelaron sin piedad los días pasados trayendo lluvias postreras y copiosas, como agua tirada a espuertas. Las veo en lo alto, lentas y perezosas, igual que lento y perezoso es mi caminar por el parque, al que me asomo aprovechando la bonanza.

El parque que circunda mi casa es moderno y ordenado. Los caminos son estrechos, limpios y bien definidos, el césped bajo, los setos están cortados con precisión de relojero, los árboles aparecen centrados en sus alcorques, cada uno en su sitio y en rítmica sucesión. Cada flor tiene el lugar que se le ha asignado cuidadosamente y se mantiene podada y limpia, en perfecta sintonía de color con su entorno. El parque que circunda mi casa es, por lo tanto, una abstracción objetivada, un artefacto de precisión repleto de violencia.

Pero en el parque también surgen pequeños rincones de libertad y anarquía, esquinas y recovecos a los que no alcanza la burocracia del paisaje. Ahí encontramos, a veces y a ratos, algo de espontaneidad.

En este rincón concreto, el que tengo delante, dos novios se comen a besos al cobijo de un magnolio. Se diría que el esplendor primoroso del árbol toma su energía de la fuerza de esos brazos que se aferran fundiendo y confundiendo los dos cuerpos entregados. Las bocas se buscan y se besan, y en su afán enloquecido se adivina el atávico deseo de devorarse mutuamente, de encontrarse al fin el uno a sí mismo en el otro.

En este darse y recibirse sin cuentas ni baremos me parece a mí que se expresa el anhelo humano de unidad. El amor es deseo de unidad. De ser uno, de ser ambos uno. El imposible deseo de dos que quieren ser uno sin dejar de ser cada cual quien es. Una pasión trinitaria, si se me permite. Pasión trágica, por inalcanzable. Pasión que motiva e impulsa la vida. Si algo queremos, si algo expresa la totalidad de lo que queremos, es ser uno.

La pulsión sexual y las gradualidades en las que se manifiesta nos lo ponen frente a los ojos. Desde la tímida caricia de unas manos enlazadas hasta lo que el lector ya sabe y adivina, todo el sexo es un canto, una metáfora de la unidad. Una metáfora con sudor y carne, sí, pero una metáfora, porque apenas llega a cantar aquello que expresa y no alcanza.

Los seres humanos somos racionales, sociales, culturales y muchas otras cosas que nos diferencian de los animales. Si somos sinceros, decir que el ser humano es un “tipo” de animal es como decir que la noche estrellada de Vincent van Gogh es un “tipo” de decoración. No es mentira, no, pero se aleja tanto de la verdad que casi lo parece. Yo, hoy, añadiré otra cosa: los seres humanos somos seres sexuales, y en esto también nos diferenciamos del resto de animales.

Sí, es verdad, los bichos de toda índole procrean y parece ser que algunos encuentran en ello algún entretenimiento, pero no tienen ni idea de qué es el sexo. No lo saben y no pueden saberlo. Porque el sexo es la expresión física, material, humana, del anhelo de unidad, y en esta expresión está su belleza, su pasión y su más elevado placer.

Podemos rebajarnos al nivel de los instintos más impulsivos, claro está, y también podemos tomarnos la vida en serio y ampliar sus horizontes. ¿No hemos creado la más delicada gastronomía como respuesta a la imperiosa necesidad de alimentarnos? ¿Y no es la arquitectura, y las artes que la circundan, una elevada expresión de algo tan sencillo como la precisión de cobijo? Pues bien, de la misma manera, ¿sabremos elevar la erótica, sublimando la carne, para que el amor se acerque a responder al profundo e inextirpable deseo que tenemos de anudar nuestros espíritus?

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