Últimamente, caminando por la calle con ramos de flores, he advertido que atraía la atención. Ojos curiosos se posaban escrudiñando la gavilla y luego a mí.
Más de uno se aventuraba a sonreír o a hacer un pequeño comentario. Y de repente, aquella cita desgastada era cierta: la belleza de aquel ramo nos salvaba un poco en esa tarde, a mí que lo llevaba y al que lo admiraba.
Nos distraía de la preocupación, nos apartaba por un instante del paso firme, obstinado o melancólico para observarnos, para imaginar -quizá- si yo era destinataria o portadora, para hipotetizar un motivo de celebración y -probablemente- en cualquier caso coincidir que ambas opciones eran hermosas.
La belleza de aquellas flores nos salvaba un poco porque por un segundo vencía el intento de suficiencia. Cada esbozo de sonrisa y cada mirada cómplice delataban una pequeña rendición. Esas flores asediaban la vergüenza de reconocer lo que nos enternece.
Nos hacían vernos radicalmente, no por un aspecto concreto de la apariencia, sino como alguien que a través de esos ramos quería o era querida, nos revelaban anhelantes de un afecto, nos hacían confesar que inevitablemente, cada día, esperamos que algo florezca.