Ya es febrero en El Corte Inglés y llega san Valentín con sus flechas de color rosa, dibujadas en las tazas de Mr. Wonderful. Hay que reconocer que así es difícil tomarse en serio algo tan serio como el amor. No obstante, como quiera que el inquieto corazón humano no deja de latir y de anhelar, siempre es posible aprovechar la coyuntura para sacar agua del pozo.
Celebramos el amor, bien está, y nosotros, en particular, lo celebramos en el templo de la sabiduría (¡qué hallazgo esta fórmula clásica de referirse a la Universidad como templo!). Mas por si aún no nos hemos ensoberbecido del todo, llega el 14 de febrero para recordarnos que en templo tal no nos salvará el conocimiento sino el amor. O mejor aún, sin falsos dilemas, no nos salvará el conocimiento que del amor prescinda. San Valentín, con todo el emotivismo comercial que arrastra y con el riesgo cierto de convertirnos en consumidores consumidos, llega así para que rasquemos en su superficie y para que, mientras repetimos «no es eso, no es eso», nos atrevamos a reconocer que tantas veces no podemos con la vida porque, paradójicamente, nos falta peso. Amor meus, pondus meus. O sea, el amor es mi peso, que diría san Agustín; el peso del corazón que lo hace inclinarse hacia un lado o hacia el otro.
Y a ti, ¿cuánto te pesa el amor? A ver si va a resultar que el problema es que, en estas cuestiones de amor verdadero (pesado, profundo), vamos a menudo demasiado ligeros de equipaje.