Juan Rubio
Existe una corriente cinematográfica aleatoria que podríamos llamar “cine de construcción”. A pesar de ser demasiado puntual como para considerarse un subgénero en sí mismo, este grupo de películas tiene un denominador común: la acción dramática siempre gira en torno a la edificación de una gran obra.
Son numerosos los ejemplos. Las clásicas El puente sobre el río Kwai y Los lirios del valle, o las más modernas La casa de mi vida y Noé (esta por razones extra-cinematográficas), e incluso la teleserie Los pilares de la tierra, revelan hasta qué punto esta “narrativa de edificación” pervive a través de los géneros y épocas.
Esta forma de relato indaga en las connotaciones dramáticas y poéticas del acto de construir y, por extensión, del misterio de la creación. El levantamiento del edificio opera como el espejo de los conflictos interiores y de la evolución de los personajes protagonistas.
De este modo, el proceso de construcción proyecta las aspiraciones espirituales de sus promotores y las dificultades que estos se van encontrando. Este impulso aspiracional como origen de la edificación remite, precisamente, a la temática del congreso de series organizado en la UFV hace dos semanas que llevaba por título ‘Mundos posibles en la ficción televisiva’.
El acto de edificar no consiste sólo en llenar una serie de necesidades prácticas (tener un refugio, salvar un obstáculo natural etc.), sino sobre todo en materializar una visión profunda acerca del mundo y de la vida. En este sentido, el edificio o la obra resultante, es una plasmación concreta del mundo imaginado y deseado por sus creadores.
No es casual, por tanto, que tantas películas –y relatos a lo largo de la Historia– presenten la creación de una gran obra como argumento principal. La universalidad del acto creador resulta irresistible para el corazón humano y supone una fuente inagotable de mitos en los que verse eternamente reflejado.