Juan Wast

Últimamente, cada que vez que veo al hijo de algún amigo en una fotografía, experimento una extraña sensación. Las caras de estos bebés delatan una faceta de la personalidad de sus padres que ya conocía y, sin embargo, no dejo de sorprenderme.

Basta con meterme en Facebook o en Whatsapp para toparme con sus rostros y comprenderlo: no es sólo que me recuerden a mis amigos, es que se parecen más a sus padres que estos a sí mismos.

A esa temprana edad aún conservan intactos un carácter que sus progenitores, con los años, han ido puliendo y moderando. Son una versión más pura y primigénea, aún “salvaje” y sin domesticar, de sus padres. No hay en ellos huella de la educación.

Y esto no pasa inadvertido para el ojo de la cámara, que todo lo capta.

La expresión suspicaz de la hija de uno de mis mejores amigos revela el carácter eminentemente escéptico y desconfiado de este. La naturaleza nerviosa de otro íntimo amigo, del mismo modo, asoma en los ojos vivaces de su hijo -apodado el Dementor por su propio padre, en referencia a las criaturas de Harry Potter capaces de absorber la energía de quienes las rodean-. La indeleble sonrisa risueña de la hija de otros amigos da una pista del buen humor de sus padres, no tengo claro de cuál de los dos exactamente.

Sus hijos revelan una parte semi-oculta, si acaso intuida, de su esencia. De este modo, conocerlos a ellos, curiosamente, es descubrir un poco más a mis propios amigos.

Me pregunto si con los nietos ocurrirá lo mismo. Si por segunda vez tendré el sentimiento de encontrarme con unos nuevos viejos amigos.

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