«Al atardecer, en Roma, por las calles, se ven pasar muchas botellas de vino. Sólo hay que prestar atención. Envueltas en el papel ligero de la vinoteca, en bolsas de plástico del supermercado, o incluso dentro de bolsas de tiendas de ropa cogidas al vuelo antes de salir. También al descubierto y sencillas, sostenidas con firmeza en una mano por gente que baja de los coches o que camina por la acera con los ojos fijos en la numeración de los edificios, buscando el correcto.

Por la noche, en Roma, en las casas, se organizan cenas. Los invitados llevan una botella de vino. Es un pacto tácito que nadie elude pero, aun así, los anfitriones compran igualmente vino para beber en la mesa, ya sea porque no se sabe qué vino traerán los invitados, porque uno no se puede basar abiertamente en el vino que traen los demás, o porque siempre hay alguien que, en un movimiento inesperado, en una transgresión, decide traer helado o una tarta (incluso los helados o las tartas hay que tenerlos ya, aunque existe la posibilidad de que alguien los traiga)».

Así narra Francesco Piccolo en ‘Momenti di trascurabile felicità’ los ocasos en Roma, aunque esto es extensible a cualquier final de la tarde, en cualquier ciudad italiana. Si ha habido una constante desde que llegué a Italia, sin lugar a duda es la cantidad de cenas entre amigos en casa propia y ajenas, entre semana y desde el viernes al domingo. De algún modo, es como si la bienvenida a este lugar hubiese sucedido a través del alimento, entre uno y otro plato, siempre desde fogones y manos varias. Y religiosamente, como he visto hacer, en cada ocasión me he acercado a comprar una botella (sin contar alguna que otra transgresión que incluía una planta de mi querido Luciano).

Uno podría pensar que entre dos países mediterráneos como son Italia y España, no pueda haber una gran diferencia respecto a la importancia que se da a la cultura culinaria, su calidad, el gusto por juntarse o los ritos en torno a la mesa. 

No obstante, aquí siempre he percibido una alegría y un placer especial, un algo amplificado. La parsimonia y cuidado con el que se trata la cocina y sus costumbres transpiran una especie de sacralidad. «Oh, col cibo non si scherza!» -con la comida no se bromea- he oído comentar una infinidad de veces para enfatizar que la pasta, el risotto, el gelato -y desde luego el café- son merecedores de un respeto excepcional, y que el quebrantamiento de cualquier técnica relacionada con ellos es percibido como una ofensa. 

Es común a toda cultura que ofrecer, aceptar y compartir el alimento comporte la afirmación y el reconocimiento de vínculos concretos, es también un primer paso para construirlos y, a menudo, un rito social para consolidarlos. Sin embargo, en la península itálica esto tiene otro sabor añadido. No a caso, años atrás, Giulia exclamaba «quello che tiene l’Italia unita è il cibo» (lo que mantiene Italia unida es la comida), y bromeando añadía, «la pancia è casa» (la barriga es hogar).

En efecto, hay un binomio indisoluble entre el «ser italiano» y la pasión por la comida. Basta observar el movimiento envolvente con la mano mientras mastican con los ojos cerrados al tomar un primer bocado o verles girar el dedo índice a la altura de la mejilla para apreciar el plato. Su gusto por comer bien es particularmente refinado, «il pranzo della domenica» (la comida del domingo) intocable, la exigencia de no descuidar este aspecto un modo de honrar a la nonna, y los puestos de viandas en los mercados callejeros sencillamente una fiesta. Si les preguntas por lo que supone la comida, la respuesta será unívoca, «una gozada», «felicidad», «un modo para decir te quiero», y el tono al pronunciarlo, una mezcla entre la maravilla y el éxtasis. 

Por ello, no extraña que aquella noche, Serena dijera que en la elección de su nueva casa había primado la cocina de gas, pues «la vitrocerámica sirve para recalentar, no para guisar de verdad», que Chiara se emocionara al verme probar le paste di mandorle: «Esto es Catania, es casa, es como traerte la Sicilia a Firenze», o que Angela, tras prepararme aquel caldo insuperable, me mirara fijamente y dijera con seriedad: «Amore, c’è il cuore qua dentro». Tampoco que Teresa y Eli alegaran que el exceso de sal en el pollo de aquel jueves se debiera a que quienes cocinaban esa noche, andaban medio enamoradas -acusación que no pudo negarse.

Un italiano se tomará la libertad de coger tu tenedor y llevarlo al borde del plato a fin de transmitirte la técnica para enroscar la pasta a la perfección. Del norte o del sur, cada uno se asegurará de ensalzar los productos típicos de su región, si viene de Brescia, afirmará que nada supera la polenta, la misma convicción tendrá el laziale sobre la carbonara, el pugliese sobre le orecchiette o el toscano sobre il lampredotto, la panzanella y la finocchiona. Sin embargo, todos extrañarán por igual il ragù della mamma y, una vez lejos de casa (como «fuori sede») esperarán con fervor el famoso «pacco da giù» (el famoso paquete del sur con provisiones provenientes de casa, que a veces, según el caso, incluso puede venir «da sù»).

En cualquier caso, todo italiano concordará entonando a Albano y Romina que «è un bicchiere di vino con un panino la felicità«, especialmente cuando sirve como razón -o excusa- para antes, después o entre medias, poder «tenersi per mano». Al fin y al cabo, puede que ese elemento intensificante de la comida en Italia tenga que ver con que el pan y el vino a lo largo y ancho de esta tierra conservan siempre un mismo movimiento intencionado: dibujan una trayectoria oscilante del yo al tú que acorta la distancia.

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