Teresa Zurdo Gil, estudiante del Máster en Humanidades en la UFV y autora de Seremos héroes
Hay dos formas de llegar a casa. La primera de ellas consiste en permanecer allí. La segunda, en dar la vuelta al mundo hasta volver al punto de partida.
El hombre eterno, G. K. Chesterton
En las primeras páginas de Ortodoxia, Chesterton cuenta la historia de un navegante inglés que se equivoca en su ruta y llega a Inglaterra, pensando que es una isla nueva que acaba de descubrir. El autor admite lo ridículo que debe parecernos ese hombre que se cree descubridor de su propio país y, sin embargo, envidia esa mezcla de fascinación y familiaridad que debió sentir. Esta es una constante del escritor inglés: la necesidad de maravillarnos de lo que tenemos delante. «¿Cómo sorprendernos al mismo tiempo por el mundo y sentirnos en él como en casa?», se pregunta.
Ya ha pasado más de un año desde aquel marzo de 2020 en el que el mundo se detuvo y muchos universitarios abandonamos nuestra rutina habitual para volver a casa de nuestros padres. Hicimos las maletas y dejamos apuntes, ropa y proyectos a medias, sin saber que no podríamos recuperarlos hasta varios meses después. Recuerdo estar sentada en el vagón del tren, lleno de pasajeros, donde reinaba un clima de agitación e inquietud. La ironía quiso que la primera clase online que tuve fuese un seminario sobre la Odisea. «Es ansia de todos mis días volver a casa», nos decía Ulises a los que íbamos a pasar tres meses metidos en ella.
La casa se convirtió en el lugar donde estudiábamos, hacíamos deporte, bailábamos, jugábamos al parchís y aplaudíamos asomados a la ventana. Tanto las risas como el aburrimiento y el cansancio tuvieron lugar dentro de esas cuatro paredes. Tuvimos que reinventarnos, buscar la forma de organizar el tiempo y mantener el contacto con los amigos. Vivimos el ejercicio de conocer lo que ya conocíamos, de descubrir aquello a lo que nos habíamos acostumbrado, y de echar de menos esa cotidianidad que dábamos por asumida.
Todo lo familiar —arreglarse por la mañana, ir a hacer la compra, sacar a pasear al perro— se volvió extraño, y la normalidad se convirtió en algo insólito. Ver un atardecer en el parque, tomar una cerveza en una terraza y visitar a los abuelos adquirió una dimensión de excepcionalidad. Nunca un abrazo o un beso había tenido un valor tan grande en el momento en el que no podíamos darlo, ni la distancia que nos separaba de las personas a las que queríamos se había hecho tan palpable. A medida que pasaban las semanas, la sorpresa dio paso a la nostalgia, y la novedad a la añoranza.
Supongo que puede parecernos que seguimos en el punto de partida y que no hemos avanzado nada. Tenemos ganas de salir de casa y descubrir el mundo. Yo soy la primera a la que le gustaría ir de interrail por Europa, dar brincos en un festival de música y quedar a cenar sin tener que preocuparme por el aforo. Queremos encontrar eso que todavía nos falta y queremos salir a buscarlo sin importar lo largo que sea el camino. Sin embargo, a veces pienso en ese día que volví en el tren en el comienzo de la pandemia. Me esperaban todas esas cosas que ya conocía: la habitación donde había crecido, el olor de la comida de mi madre y las largas conversaciones con mi hermana pequeña antes de dormir.
Entonces me planteo si no seré como ese navegante inglés del que hablaba Chesterton, y también necesito dar la vuelta al mundo para darme cuenta de que lo que estoy buscando lo tengo en mi propia casa.