¡Qué gran espectáculo! Paseando por mi ciudad es inevitable observar, en estas fechas que se acercan, el vestido de luces que adorna las calles. ¿Por qué niños, adolescentes adultos y ancianos salimos a disfrutar de ellas? ¿Qué nos regalan? ¿Qué puedo descubrir en ellas?
La fugacidad de una bombilla y su fragilidad me lleva a pensar que la fecundidad de su belleza no radica en su potencia, ni siquiera en su formato, sino en ser sencillamente lo que está llamada a ser: una bombilla. ¡Una sencilla bombilla! Pero hay una belleza distinta, nueva, que solo emerge de la solidaridad compacta que se muestra al unirse a otras bombillas, y que por sí sola no podría alcanzar. Y mirando atentamente, también caigo en la cuenta de que esa unión es capaz de mostrar la fuente de la que provienen, sin explicaciones, sin discursos, sin texto… tan solo, siendo bombillas que unidas derrochan luz y alegría.
Y al contemplar este espectáculo me pregunto… ¿Sería posible que esta luz y alegría brillase en todas las estaciones? Ojalá pudiésemos tomar conciencia de la belleza de nuestra persona, infinitamente más valiosa y bella que una bombilla. Nuestra persona, expresada a través de un cuerpo capaz de iluminar cualquier entorno en el que se encuentre: una clase, una reunión, una sala de espera, un quirófano…, nuestra persona que, en relación con otras personas, ilumina a un voltaje altísimo, porque “vive” conectando su humanidad a la Luz verdadera, a la luz que nunca se apaga, a la única luz que nos hace ver la Luz.