Cuento de Navidad

Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, sierva del Señor, a Nicodemo, el más joven rabí de Jerusalén, el que, llegado su tiempo, se sentará en la asamblea junto a los sabios del Templo, saludo y le deseo una alegría sobreabundante.

I. Bien conoces que a mi edad avanzada conservo poca luz en mis ojos y casi es seguro que esta carta sea la última que te escriba. Pero verás, cuando llegues al fin de su lectura, que el motivo de la misma, de largo merece el esfuerzo.

II. Quizá ya no me encuentres en este mundo de vivos a la vuelta de tu largo viaje y es por ello que no puedo esperar tu regreso para contarte lo acontecido. Tú eres vigoroso y la juventud de tus miembros te permitirán ver la maravilla que aguarda al pueblo de Israel. Eras aún un chiquillo cuando te vi por vez primera en el Templo y ya entonces supe que Dios te colmaría de su Sabiduría. Sé constante en la Ley y fiel testigo de sus promesas.

III. Más de sesenta pascuas he celebrado ya sin mi amado esposo, pero esto no me apena, porque el Señor es grande y justo y nos ha prometido un Mesías que nos librará de la sombra y de la muerte. Así, he dedicado mi vida a su alabanza con extenuantes ayunos propiciando pureza a mi humilde oración. Y hoy, por fin, han dado su fruto.

IV. El paso del tiempo anquilosó mis huesos, que apenas me sostienen, y mis manos, cada vez más torpes, sujetan, no sin dolor, la lámpara que me ilumina en el Templo en el frío, noche tras noche. ¡Cómo imaginar siquiera lo que mis viejos ojos vieron hace escasas horas! ¡Qué alivio del peso corporal! ¡Qué ligereza experimentó mi espíritu! ¡Alabado sea Dios y su Santo Nombre!

V. Sabes que pocos reparan en mi presencia y desde mi rincón de recogimiento atisbo todo lo que acontece cada mañana: los soberbios que gustan de ser admirados y aportan ricas ofrendas mientras dan grandes voces al orar; los humildes, que demacrados por el ayuno, donan cada semana abundante limosna para viudas y huérfanos, ¡que Dios les conceda una larga vida!; los jóvenes desposados que presentan a sus primogénitos al Señor según la Ley apenas la madre queda purificada.

VI. Entraron callados, serenos, muy juntos. Él iba un poco adelantado, con dos tortolitas blancas como flores desmayadas en la mano izquierda. Con el brazo libre protegía a su esposa cubriéndole los hombros con fuerza. Ella no apartaba la mirada del niño, al que llevaba arropado con su propio manto. En ese momento, el alboroto cotidiano que retumba en los muros, el eco de llantos, balidos y plegarias cesó de repente. El aroma del incienso se intensificó y todo movimiento quedó suspendido. Ajenos a todo lo demás, avanzaban recogidos, bañados por una dulce luz dorada.

VII. Simeón, viejo ya cuando mi padre era un muchacho, les salió al paso y tomó al niño en brazos. Pocos sabíamos que el Espíritu le había revelado, tiempo ha, que vería al Ungido del Señor antes que a la muerte. Por eso él confiaba en que la consolación de Israel estaba cerca. El rostro del justo y piadoso anciano se iluminó con una franca sonrisa. Sostenía el Tesoro más precioso de la creación toda; abrazaba un infante chiquitín que era Rey de reyes; acunaba la tierna carne del Altísimo mismo.

VIII. Y entonces alzó la voz en plegaria de alabanza, y pidió dejar en paz este mundo pues nada más tenía que esperar. La promesa de salvación estaba cumplida. Luz que iluminará todas las naciones. Y lentamente, para no despertarlo, devolvió al niño a los brazos de su madre. Pero ya no sonreía y como en un susurro, mirándola a los ojos, dijo que una espada atravesaría su corazón. Ella, envolviendo a su hijo en el manto, hizo un gesto de agradecimiento al anciano mientras su esposo los volvía a abrazar. Al punto, se marcharon y volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

IX. Desde ese momento, una dicha insondable se ha instalado en mi pecho, y no he podido dejar de hablar del milagro a todos los hombres de buena voluntad que esperan con fe sincera la redención de Jerusalén. Así he sabido por unos pastores de la tierra de David que hace menos de dos lunas acontecieron grandes prodigios en Belén. Allí descendió una multitud del ejercito celestial anunciando la alegría por el nacimiento del Cristo del Señor.

X. Con esta misiva te participo el gran acontecimiento. El que propiciará el giro en el curso de la historia de los hombres. Dios te concederá el tiempo suficiente para observar el portento y la prudencia necesaria para entenderlo en tu corazón. Por eso te pido que orientes tus afectos y leas con atención mi ruego: El niño crecerá y se hará un hombre. Y padecerá por nosotros lo que nadie ha padecido jamás. Cuida del niño. Cuida del hombre a cada momento, hasta que todo esté cumplido. Y que no te arredren los peligros ni te aterre lo que está por venir.

XI. Saludo a toda tu familia, a tu madre, a tu mujer e hijos. Me despido en la fuerza del Espíritu y en la gracia de Dios que te sostendrá con su poder firme en su Ley. Conserva su fe en lo más profundo de tu alma para que se oficien las súplicas que en ti he depositado, esto te imploro y en esto confío.

*Por Victoria Hernández, coordinadora del Grado en Humanidades UFV

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