“Venga, te lo cuento”. Si te descuidas o muestras el mínimo interés también te narran el parto de su amiga, su prima y el de alguna famosa. Otras personas caen en la tentación de contarte su operación de hace veinte años cuando todavía estás en la introducción del relato de tu propia intervención de hace un mes. Cuando escuchamos que otro ha vivido una experiencia estructurada de la realidad parecida a la nuestra (parto, operación médica, revisión de la ITV, compra de un inmueble, la dieta Dukan) muchos ponen sobre la mesa su participación en ese evento arquetípico.
Dejando a un lado comportamientos derivados de patologías o falta de sensibilidad social, esta exhibición de vivencias comunes, pienso yo, se debe en parte a un deseo de reconocimiento. Por un lado, nos exponemos como referente en el que otros debieran verse reflejados (reconoceos en mí). Por otro lado, buscamos asociarnos a otros vivientes por nuestros méritos existenciales (me reconozco en ti). Y, por ambos lados, se intuye la búsqueda de un modelo.
No en pocas ocasiones, el concilio narrativo de partos, de operaciones, o de calabazas amorosas suele derivar en la elaboración de un canon —“el parto más…”, “la operación más…”—, lo que es tanto como seleccionar un relato con el que todos podemos medirnos. ¿No es acaso la ficción una ayuda inestimable, no sólo para contar partos, sino para darnos esas claves para medir nuestra propia vida, con o sin alumbramiento?
Esta pregunta ha sido muy importante para algunos profesores de la Facultad de Comunicación, donde el curso próximo lanzamos nuestra respuesta, el Grado en Ficción y Narración, que tiene por objeto formar a aquellos fabuladores que en el futuro nos ayudarán a medirnos con relatos modélicos que orientan la vida.