Te deja el novio. ¿La siguiente novia es tu sustituta? Dejas tu trabajo. ¿La nueva persona te sustituye? Estás de baja por un tiempo. ¿Contratan a alguien para sustituirte durante tu baja? ¿Qué se reemplaza en estos casos? ¿La persona? ¿Las funciones que cumple? ¿Las necesidades que cubre? ¿Nada?
En A.I. Artificial Intelligence (Spielberg, 2001) el hijo unigénito de un matrimonio sufre una enfermedad que requiere mantenerle en suspensión criogénica. Aunque periódicamente los padres visitan al hijo inconsciente, sienten dramáticamente la ausencia de un vástago “operativo”. El padre lanza una propuesta sorprendente: compremos un robot-niño.
Adquieren la máquina con aspecto de niño y la vida transcurre en armonía hasta que el hijo biológico sale del coma. Lo que sucede después no te sorprenderá: la madre abandona al robot-niño en un bosque. La convivencia de ambos infantes —el retornado y el fake— resulta insoportable por los conflictos derivados de su gemelismo.
La llegada de un nuevo hijo a la familia suele ensanchar su espacio existencial, pues reclama la creación un lugar nuevo y exclusivo. Sin embargo, David, el robot-niño, no modifica el catastro familiar, pues viene a sustituir al hijo único que está fuera de juego momentáneamente. Su llegada no expresa un crecimiento, sino que genera la herida mortal de la humanidad en este mundo de ficción: pretender el reemplazo de lo insustituible. La conclusión de la cinta es muy elocuente: muchos años después de estos hechos, la vida humana se ha extinguido por completo, y la Tierra ya no es mundo, sino mero planeta congelado y recorrido por robots muy avanzados.
Según el filme, el mecanismo de sustitución es lo que desencadena la destrucción del mundo. Spielberg sugiere que si reemplazamos lo insustituible aniquilamos las posibilidades que permiten la vida auténticamente humana.