Juan Serrano

Pareciera, a simple vista, que nos encontramos en una situación precaria a muchos niveles. Parece que el mundo, tal como lo habíamos conocido, amenaza con desmoronarse; económicamente el futuro es incierto, la «nueva normalidad» nunca llega y no estamos más unidos que hace un año. Entre otras cosas, porque nos faltan muchos que el virus se ha llevado por delante.

Leía hace algún tiempo un artículo de Félix de Azúa en el que expresaba el tedio ante esta precariedad que ya no nos sorprende: es ya imposible que suceda lo inesperado, venía a decir. O lo que es lo mismo: no hay a la vista posibilidad de salvación y por lo tanto la postura adecuada, la que menos sufrimiento conlleva, es la aceptación del aburrimiento.

Y sin embargo, por más precaria y aparentemente tediosa que sea nuestra vida, hay algo extraño en nuestra naturaleza que, en el fondo, se rebela contra el casi evidente eterno retorno de lo mismo. No negaremos que es fuente de frustración este querer escapar, y de dolor ­­­y sufrimiento. Sin embargo, por más que nos digamos después de la última colleja que nos da la vida que no hay esperanza, no nos lo creemos. Al menos existe dentro de nosotros una exigencia, más nuestra que nuestras palabras, que no se conforma. Ante todo el mal que nos rodea se manifiesta esta voz que quiere lo inalcanzable. Aunque tratemos de esconderla y amordazarla, acaba volviendo.

Siendo esto así, ¿qué se nos pide? ¿Existe una postura que sea justa y que mantenga en pie esta exigencia y que, al mismo tiempo, no renuncie a la experiencia del tedio y a la imposibilidad de alcanzar una respuesta?

Un modo de estar delante de toda nuestra realidad que no negara de antemano ningún factor sería sin duda la postura más adecuada, la más humana.

Para que sea posible vivir así es necesario en primer lugar la conciencia clara de que no nos damos la vida a nosotros mismos. A ningún nivel. Ahondar y, por así decir, abrazar la precariedad. No solo la del mundo que nos circunda sino la nuestra propia: nuestra salvación no depende en último término de nosotros sino de que suceda, como sabía Félix de Azúa, algo inesperado que nos sacuda, nos despierte y nos ponga en marcha. Pero no basta que suceda sino que nos tenemos que dar cuenta. Es necesario, por tanto, estar atentos.

Sin embargo sabemos que no basta reconocer el bien para realizarlo ni percibir la belleza para correr detrás de ella. En nosotros y en nuestro precario mundo encontramos una especie de resistencia extraña a seguir lo justo y lo verdadero. Quizá porque seguimos empeñados en que nadie nos salve. La cura a esta tozudez es ser sencillos, como los niños. Y para ser sencillo es condición indispensable el agradecimiento, que no es otra cosa que aceptar lo que se nos da gratis. Quizá sea lo más difícil: decir “sí, gracias”.

Recordar -volver a pasar por el corazón- las situaciones y los momentos de nuestra vida en los que ha sucedido algo inesperado que hemos percibido como un regalo inmerecido pero que nos han llenado de alegría quizá nos sitúe en el punto de partida adecuado. Lo mejor que tenemos no es nunca un pago, es siempre don. Nuestra precariedad es entonces lo opuesto a un impedimento: la conciencia de nuestra incapacidad es la condición de posibilidad para reconocer lo inesperado y seguirlo llenos de alegría y agradecimiento.

El cristianismo ha entendido esto y lo ha llamado Cuaresma. Ayuno que despierta y pone en guardia, limosna que profundiza en la conciencia de nuestra precariedad y oración que hace memoria de los dones maravillosos en nuestra vida. Atención, sencillez y memoria.

Nuestra incapacidad, bien mirada, es un motivo para la esperanza. Es la única posibilidad de salvación.

Juan Serrano Vicente es licenciado en Teología y bachiller en Filosofía por la Universidad San Damáso de Madrid, máster en Humanidades por la UFV. Es doctor en Humanidades, profesor de Formación Humanística e investigador en la UFV.

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