José Luis Parada Rodríguez, profesor de Humanidades UFV
Lección inaugural Curso 2021-2022
Buenos días y bienvenidos a la Universidad Francisco de Vitoria:
Es un placer recibiros en nuestras aulas y nuestro campus y también una responsabilidad grande, puesto que habéis apostado por nosotros, no simplemente para obtener un Grado, sino para vivir vuestra etapa universitaria. Mi nombre es José Luis Parada, profesor de Humanidades y coordinador de la asignatura que la gran mayoría de vosotros comenzaréis a cursar a partir de mañana mismo bajo diferentes nomenclaturas (Introducción a los Estudios Universitarios, Filosofía Aplicada, Gestión del conocimiento…).
Os doy, pues, la bienvenida a la UFV en particular, pero también os doy la bienvenida a la universidad, en general, pues a partir de hoy eres “universitario”, “universitaria”. ¿Qué significa esto? Dejadme comenzar con un fragmento de “El árbol de la ciencia”, de Pío Baroja:
Primera parte: La vida de un estudiante en Madrid.
Cap. I- Andrés Hurtado comienza la carrera.
Serían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase. De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando muchachos jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y hablaban. Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que esperaban en el patio de la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del porvenir, sino futuros médicos y farmacéuticos.
La clase de química general del año preparatorio de medicina y farmacia se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San Isidro convertida en clase, y éste tenía su entrada por la Escuela de Arquitectura. La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se explicaba fácilmente por ser aquél primer día de curso y del comienzo de la carrera. Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar.
Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por donde tenían que pasar.
Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la entrada de un teatro. Andrés seguía apoyado en la pared, cuando sintió que le agarraban del brazo y le decían:
—¡Hola, chico! Hurtado se volvió y se encontró con su compañero de Instituto Julio Aracil.
Habían sido condiscípulos en San Isidro; pero Andrés hacía tiempo que no veía a Julio. Éste había estudiado el último año del bachillerato, según dijo, en provincias.
—¿Qué, tú también vienes aquí? —le preguntó Aracil.
—Ya ves.
—¿Qué estudias?
—Medicina.
—¡Hombre! Yo también. Estudiaremos juntos.
Aracil se encontraba en compañía de un muchacho de más edad que él, a juzgar por su aspecto, de barba rubia y ojos claros. Este muchacho y Aracil, los dos correctos, hablaban con desdén de los demás estudiantes, en su mayoría palurdos provincianos, que manifestaban la alegría y la sorpresa de verse juntos con gritos y carcajadas. Abrieron la clase, y los estudiantes, apresurándose y apretándose como si fueran a ver un espectáculo entretenido, comenzaron a pasar.
—Habrá que ver cómo entran dentro de unos días —dijo Aracil burlonamente.
—Tendrán la misma prisa para salir que ahora tienen para entrar —repuso el otro.
Aracil, su amigo y Hurtado se sentaron juntos. La clase era la antigua capilla del Instituto de San Isidro de cuando éste pertenecía a los jesuitas. Tenía el techo pintado con grandes figuras a estilo de Jordaens; en los ángulos de la escocia los cuatro evangelistas y en el centro una porción de figuras y escenas bíblicas. Desde el suelo hasta cerca del techo se levantaba una gradería de madera muy empinada con una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero de un teatro.
Los estudiantes llenaron los bancos casi hasta arriba; no estaba aún el catedrático, y como había mucha gente alborotadora entre los alumnos, alguno comenzó a dar golpecitos en el suelo con el bastón; otros muchos le imitaron, y se produjo una furiosa algarabía. De pronto se abrió una puertecilla del fondo de la tribuna, y apareció un señor viejo, muy empaquetado, seguido de dos ayudantes jóvenes. Aquella aparición teatral del profesor y de los ayudantes provocó grandes murmullos; alguno de los alumnos más atrevido comenzó a aplaudir, y viendo que el viejo catedrático no sólo no se incomodaba, sino que saludaba como reconocido, aplaudieron aún más.
—Esto es una ridiculez —dijo Hurtado.
—A él no le debe parecer eso —replicó Aracil riéndose—; pero si es tan majadero que le gusta que le aplaudan, le aplaudiremos.
El profesor era un pobre hombre presuntuoso, ridículo. Había estudiado en París y adquirido los gestos y las posturas amaneradas de un francés petulante. El buen señor comenzó un discurso de salutación a sus alumnos, muy enfático y altisonante, con algunos toques sentimentales: les habló de su maestro Liebig, de su amigo Pasteur, de su camarada Berthelot, de la Ciencia, del microscopio… Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le temblaba al hablar, su voz hueca y solemne le daban el aspecto de un padre severo de drama, y alguno de los estudiantes que encontró este parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de Don Diego Tenorio cuando entra en la Hostería del Laurel en el drama de Zorrilla: “Que un hombre de mi linaje Descienda a tan ruin mansión”.
Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a reír, y los demás estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —dijo el profesor poniéndose los lentes y acercándose al barandado de la tribuna—. ¿Es que alguno ha perdido la herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno que rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben ser mortales de necesidad.
Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase retirándose, haciendo un saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar. Salió Andrés Hurtado con Aracil, y los dos, en compañía del joven de la barba rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad Central, en donde daban la clase de Zoología y la de Botánica. En esta última los estudiantes intentaron repetir el escándalo de la clase de Química; pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado, les salió al encuentro, y les dijo que de él no se reía nadie, ni nadie le aplaudía como si fuera un histrión.
De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro. Andrés experimentaba por Julio Aracil bastante antipatía, aunque en algunas cosas le reconocía cierta superioridad; pero sintió aún mayor aversión por Montaner. Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables. Montaner hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se creía, sin duda, un hombre de mundo. Hurtado le replicó varias veces bruscamente. Los dos condiscípulos se encontraron en esta primera conversación completamente en desacuerdo. Hurtado era republicano, Montaner defensor de la familia real; Hurtado era enemigo de la burguesía, Montaner partidario de la clase rica y de la aristocracia.
—Dejad esas cosas —dijo varias veces Julio Aracil—; tan estúpido es ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése —y señalaba uno— y una mujer como aquélla.
La hostilidad entre Hurtado y Montaner todavía se manifestó delante del escaparate de una librería. Hurtado, era partidario de los escritores naturalistas, que a Montaner no le gustaban; Hurtado, era entusiasta de Espronceda; Montaner, de Zorrilla; no se entendían en nada. Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jerónimo.
—Bueno, yo me voy a casa —dijo Hurtado.
—¿Dónde vives? —le preguntó Aracil.
—En la calle de Atocha.
—Pues los tres vivimos cerca.
Esto es un relato que bien pudiera aplicarse a vosotros: entraréis en aulas con compañeros que os son ajenos en su mayoría o en su totalidad; aparecerán profesores en el aula de muy diferentes caracteres (algunos os atraerán, otros no os gustarán, otros os despistarán); escucharéis en aulas, pasillos y asociaciones ideas que compartiréis o no (diferentes gustos, estilos, ideas, ideologías, creencias, interpretaciones); construiréis, o eso espero, un pensamiento más maduro sobre la realidad y sobre vuestro lugar en el mundo; iréis construyendo una idea de futuro.
Y eso lo haréis al modo universitario. ¿Cuál es ese modo? En la UFV no nos inventamos nada, sino que acudimos a los orígenes de la universidad. Uno de nuestros referentes es, obviamente, Francisco de Vitoria, claro, dominico del siglo XVI reformador de la universidad, cabeza de la extraordinaria Escuela de Salamanca, padre del Derecho Internacional e inspirador de las leyes españolas en defensa de los indios americanos. Pero ahora quiero hacer referencia a otro gran nombre de nuestra historia, Alfonso X, el Sabio, quien en sus Partidas (s. XIII) definía así lo que es la universidad: “ayuntamiento de maestros y escolares que es hecho en cualquier lugar, con voluntad y entendimiento de aprehender los saberes”.
¿Qué se coliga de esta definición?
- Ayuntamiento: la universidad ha de ser una comunidad, un diálogo, lo que exige de las dos partes que se entreguen. No vale estar en el aula perdiendo el tiempo ni haciéndolo perder.
- Maestros y escolares: en el aula hay alguien que sabe y transmite, que educa, que nutre, y otros que todavía son adolescentes (es decir, que adolecen de saber, que aún no son maduros y por eso deben alimentarse). Pero eso no significa que la relación entre el profesor y el alumno se base en la distancia y en la soberbia intelectual, sino que debe ponerse al alumno en el centro y exigirle lo que sebe ser exigido, ni más ni menos.
- Con Voluntad y entendimiento: la formación universitaria es intelectual (la memoria, la sabiduría, la prudencia) pero también es moral (hábitos, virtudes, valores). A la universidad se viene a formarse integralmente, y a eso colaboran todas las asignaturas, todas las actividades, todos los departamentos, todas las personas.
- Saberes (en plural): a la universidad se viene a ampliar la mirada y no a convertirse en un bárbaro de una sola ciencia, o una sola técnica. El universitario ha de ser inquieto, curioso, abierto, respetuoso con su ciencia y con todas las demás.
En resumidas cuentas, a la universidad no se viene a perder el tiempo ni a hacerlo perder, sino a exprimirlo; no se viene a divertirse o a pasar el rato, sino a aprender; no se viene a decrecer, a embrutecerse, sino a crecer y a hacerse mejor. Y no sólo por uno mismo, sino por tantos que no gozan de nuestro privilegio de ser universitarios y están esperando de nosotros que la ciencia y las profesiones contribuyan al bien común, a que las cosas sean un poco mejor, ya sea como biotecnólogos, enfermeros, maestros, educadores, abogados, arquitectos, médicos, periodistas, empresarios, ingenieros, psicólogos, fisioterapeutas, profesionales del deporte, de la nutrición, de la gastronomía, biomédicos, expertos en comunicación, asuntos internacionales, en marketing, en ciberseguridad, en análisis de datos… ¿Os dais cuenta la capacidad de influencia que podemos llegar a tener si todos, desde nuestras distintas disciplinas y en nuestros distintos roles, vamos al mismo paso y en la misma dirección? Pero para eso, hay que complicarse un poquito la vida:
La universidad no puede ser un rinconcito seguro donde resguardarse, ni el universitario debería ser alguien mediocre que se conforma con las esperancitas pequeñitas como si el resto del mundo no fuese con él (como decía Julio Aracil al inicio -algo de dinero, un coche como ese…). Como universidad, es bueno que lo sepáis desde ahora mismo, la Francisco de Vitoria aspira a regenerar y fortalecer la esperanza común, y para ello trabajamos como un ayuntamiento, de maestros y alumnos, con voluntad y entendimiento de aprender los saberes y de ponerlos al servicio del bien común.
Así pues, bienvenido, bienvenida, a la universidad en general, y a la Universidad Francisco de Vitoria en particular. Ya conoces nuestra aspiración. Confío en que estés a la altura y espero que nosotros también estemos a la altura de tus aspiraciones.
Gracias y hasta pronto.