Ocurre todos los cursos en mayo un fenómeno cíclico en el ecosistema universitario conocido como síndrome de las despedidas. Afecta solo a los alumnos de último curso y se concreta en tres fases principales: finales, defensas y graduaciones (y aunque parezca curioso, no se dan necesariamente en este orden).
A estos individuos les sucede que les sobreviene precipitadamente aquello que les parecía tan lejano en el horizonte en el momento de completar la matrícula. Los afectados acusan una especial preocupación acerca de cuestiones tan diversas como la elección de un postgrado solvente, el formato más adecuado de currículum, o el dilema sobre qué narices van a hacer ahora con su vida. Los síntomas más reconocibles con los que se manifiesta este fenómeno son: irritabilidad, insomnio, contracturas cervicales, falta de apetito, desorientación e incluso, en casos muy graves, descuido de la higiene personal.
Todo ocurre en un breve periodo de tiempo y hay que atender a varios frentes de manera simultánea: entregas con el criterio de citación preceptivo, (cafeína), última clase en el campus con un disfraz pintón, planes de viajes con los compañeros —esta vez sí, el definitivo—, días y tardes y noches interminables de biblioteca, orlas, (más cafeína), elección del vestido —o corbata— más apropiados para la graduación, largas colas en reprografía, (tres con leche y un cortado), contrato del autocar para la fiesta, buzones de las aulas virtuales, portal universitario, solicitud del título… carpetazo y se acabó. Los alumnos de último curso egresan y, antes de mediados de junio, el fenómeno concluye por esta temporada hasta mayo del año siguiente.
En julio, todavía se puede observar a varios de estos especímenes rematando la faena, pero es difícil distinguirlos del resto de estudiantes que todavía pululan por el campus, pues se mimetizan con el entorno gracias a bermuditas, alpargatas y demás atuendos veraniegos de lo más coloridos. En esta fase, las autoridades sanitarias recomiendan evitar la ingesta del antídoto cafeínico en taza caliente debido, sobre todo, a las altas temperaturas.
Dice el profesor Abellán-García que hay dos maneras de estar en la universidad: como ciudadanos (los que vivimos aquí, profesores y personal) o como nómadas (los que están de paso, alumnos efímeros). Nosotros, los ciudadanos que habitamos este maravilloso mundo, conocemos el movimiento de los engranajes que lo hacen funcionar, pues lo que ocurre con lo que permanece es que se hace familiar y forma parte de uno mismo. Aprendemos los nombres de los otros ciudadanos, de las agrupaciones que establecen para cada menester y de los lugares donde residen en este mundo; dominamos protocolos, requisitos y actuaciones que activan los mecanismos colegiales; sabemos de los ritmos, de los tiempos y de las fechas que marcan el calendario y el pulso académico y, así, logramos que la vida universitaria siga sus ciclos.
Los estudiantes, cual nómadas, llegan, aprovisionan sus mentes y sus corazones durante unos años y nos dejan. Muchos de ellos no aprenden nombres, ni tiempos, ni protocolos, ¿para qué? Ellos están aquí para otras cosas: están aquí para que la vida universitaria suceda. Bendita reciprocidad que completa nuestros desvelos y que dota de significado a nuestros significantes. Cada generación de nómadas renueva nuestra vocación y perpetúa el juramento que hicimos al doctorarnos: ejercer nuestro don con máxima diligencia y honestidad, procurando el desarrollo pleno de todos y cada uno de nuestros discípulos y contribuyendo con ello al bien común. Cada generación de nómadas nos hace mejores profesores, pero sobre todo, mejores personas.
Y más allá del pequeño mundo universitario, en el transcurrir de la vida, el milagro de que todo acontezca como corresponde consiste en saber actuar cada cual como debe: permaneciendo o marchándonos en el momento requerido, en el instante oportuno. Durante la existencia de cada uno de nosotros, todos somos viajeros de paso —en el vientre materno, en el hogar de nuestros padres, o en esta vida terrena— y todos, ciudadanos de derecho —en el recuerdo de los que nos quieren, y (ojalá) en la ciudad celeste—. De este modo se mantiene el delicado equilibrio que permite que este mundo nuestro siga girando sobre su eje.
Así que, cuando en mayo veáis a uno de estos pobres individuos afectados por el síndrome de las despedidas, recordad, ciudadanos, que vosotros también lo padecisteis, y apiadaos, ¡oh, jóvenes nómadas!, porque poco os queda para sufrirlo. Repetid, a su paso, como una pequeña plegaria, parafraseando a Miguel D’Ors: “Se irán, pero ¡qué forma de quedarse!”.