Cada inicio de curso maestros y alumnos esperan encontrarse en el aula gente entusiasmada de empezar una nueva aventura. Y suele ser así, pero ¿qué pasa si los alumnos se encuentran con alguien soporífero, o el maestro se enfrenta a una cantidad indeterminada de carne inerte que preferiría estar en otro sitio o en ninguna parte?
¿Puede hacer algo el alumnado por evitar su condena de 6 ECTS y un día (el del examen)? Puede aferrarse a sus ganas de aprender y quedarse con el conocimiento recibido, aunque sea en formato amargo. Ganancia razonable, aunque insuficiente. El entusiasmo del alumno es condición necesaria y suficiente para el aprendizaje.
Sin embargo, ¿puede hacer algo el maestro por enseñar a quien no quiere aprender? Ya podría ser el mismísimo Leonardo Da Vinci, Newton, Einstein, Hipócrates o Le Corbusier, que si el alumno carece de entusiasmo por lo ofrecido, poco se puede hacer.
El entusiasmo es “adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño”. Deriva de “éndon” (dentro) y de “Teós” (Dios). Alguien cuya ilusión y energía proviene de sentirse habitado por una fuerza de orden sobrenatural. Si el entusiasmo, como la fe, fuera una gracia, ¿podría depender del profesor hacerla aparecer? Fe y entusiasmo, más que educarse se infunden, se estimulan, o inducen por ósmosis, para lo cual debe habitar previamente en el maestro y estar viva en la comunidad. Plutarco proponía en Moralia que “la docencia no es llenar un vaso, sino encender un fuego”. Probablemente despertar entusiasmo por aprender sea más relevante para el futuro del alumno que el conocimiento que pueda llevarse. Eso compromete a los profesores a ser más “seres de luz” que enciclopedias parlantes, a intentar transformar el aula en comunidad en búsqueda, y a confiar en la libertad de cada alumno para dejarse entusiasmar.