¿Puede lo pequeño ser grande?

Desde hace poco más de un mes me sorprendo una y otra vez abstraída, observando las manitas y los pies tan nuevos y rechonchitos de Santiago, mi primer hijo, que asomó su cabecita rubia a este mundo en pleno otoño. Todo lo demás ha pasado muy rápido, como ya me habían advertido: los variados dolores, la vuelta a casa con un vientre menos abultado, pero con bebé, acostumbrarse a los llantos nocturnos, a los pañales y a la ropita de talla diminuta. Una se da cuenta de cómo disminuye considerablemente el tiempo para mirarse a una misma mientras que aumentan de forma exponencial otros muchos quehaceres y preocupaciones relacionados con la nueva vida que se nos ha dado.

He escuchado en alguna ocasión a un buen amigo y profesor de la casa bromear afirmando que desde el nacimiento a los tres años la principal función de los padres es hacer que su hijo sobreviva lo mejor posible. En realidad, es una manera burlona de apuntar lo evidente: todos los cuidados que un niño requiere se los tienen que proporcionar, desde el alimento hasta el calor del hogar o la seguridad que le da el saber que alguien le quiere incondicionalmente. También delata la limitación de los padres, que no llegamos a tantas cosas.

En este tiempo he podido ver cómo nuestro bebé muestra de forma magistral la fragilidad y pequeñez de la existencia humana, mi poco control sobre ella, al mismo tiempo que su belleza y sentido más plenos, a las que debo esta profunda felicidad con ojeras. En estas fechas recuerdo a otra mujer dichosa, que hace unos dos milenios también miraba extasiada a su pequeño; el Sentido que nos vino a buscar, compartiendo toda nuestra miseria, y a salvar, clavando, por amor, esas manitas y pies menudos en una cruz.

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