Quizá llego tarde. He estado de baja —contentísimo porque la baja es de paternidad y qué alegría y qué cansando; pero ¡qué alegría!— y vuelvo a todo de sopetón: a las clases y los alumnos, pero también a responsabilidades nuevas y desafiantes, a los encuentros de pasillo y de paseo, a los ritmos, a las obras. En fin, en cierto modo, vuelvo a la vida.
Y en clase, primeros días, explicando ilusionado todo lo que vamos a hacer y a preguntarnos juntos. Anticipando la jugada, dejando entrever algún spoiler de la asignatura como si fuera la última serie de tu plataforma favorita. Enseñando un poco del camino que vamos a recorrer.
Y, entonces, aparece la pregunta: «Profe: ¿cómo va a ser el examen?». ¿Y uno qué contesta a esa pregunta? Es la pregunta del que identifica mal la meta. Pero es que además es difícil no sospechar que es una voz que recoge muchas otras, que no es un caso aislado. Y que, además es una pregunta justa. Mal enfocada, pero justa. Contesto a esa pregunta explicándoles detalladamente cómo va a ser el examen, claro.
Y además caigo en la cuenta, también de sopetón y por pura gracia, de que es muy fácil vivir así y que nos pasa a todos. Que el plan que a uno se le pone delante, que la vida que a uno se le regala —la relación con mi mujer y con mis hijos, con mis alumnos, en el trabajo, con mis amigos, con mi familia— no tiene que ver con un resultado. Que yo también, en cosas mucho más importantes que una asignatura, vivo pendiente de cómo va a ser el examen, de qué cosas tengo que hacer y de cómo voy a ser evaluado, no sea que el profesor sea un poco caprichoso.
Y, gracias a Dios, me hago un poco más consciente de que no quiero vivir pendiente del examen, sino con la conciencia de que me lo juego todo respondiendo a cada instante porque todo se me regala para mi bien.