Me gusta pensar que una de las características propiamente humanas es la razonabilidad. Es decir, ser capaces de darse razones adecuadas de lo que hacemos. El significado no es un aditamento ornamental de nuestra condición, sino aquello capaz de otorgarle a la vida una consistencia diferente.
¿Qué significa que un grupo de 50 universitarios se traslade durante una semana a 1.200 kilómetros de sus aulas?
Más allá de las distancias, siempre tan relativas, lo que acontece en un viaje aspira a una de las posibilidades más altas de la vida universitaria: la comprensión de nuestra vocación como un proyecto capaz de trascender las circunstancias ordinarias y que hunde sus raíces en un contexto más amplio que el de todas nuestras exigencias cotidianas.
Pero no es que haya que desplazarse. Más bien se trata de que el propio camino universitario es, él mismo, en cierto sentido, un desplazamiento.
Nos desplazamos porque intuimos que nuestra tarea tiene que ver con emprender una búsqueda; porque reconocemos en vidas pasadas, tantas de ellas completamente anónimas, un testimonio verdadero de dignidad en la historia.
El viaje es un modo privilegiado de lo universitario porque implica una forma singular de convivencia. Desprovistos de nuestros tiempos y espacios habituales, viajando quedamos de algún modo expuestos. Y es ahí, en esa apertura a otra manera de estar juntos, donde la Universidad se restaura espiritualmente.
El viaje es, finalmente, un alegato incontestable en favor de la presencialidad. Viajar exige poner el cuerpo y lo universitario, en la plenitud de sus efectos, también es corporal. Cuando viajamos nos reencontramos, entonces, con una declinación decisiva de nuestra condición: el reto de hacer un camino juntos nos llama a una paciencia radical. Porque en el corazón de todo auténtico universitario prevalece una pasión por el destino de lo humano.