¿Por qué no?

¿Por qué me cuesta tanto decir que no?

¿Por qué me duele tanto afirmar una posición que no corresponda al deseo del otro que viene a mi encuentro?

No sé si te pasa. A mí me pasa bastante. Me pasa y me pesa. Porque mi corazón reconoce que hay algo desquiciado en esta dificultad.

Yo no tengo una respuesta definitiva a la cuestión que me preocupa (y que por tanto traigo a estas líneas para ocuparnos de ella).

Sin embargo, el reciente fin de semana de formación de la Escuela de Liderazgo Universitario, dedicado al escabroso misterio del mal, me acercó una pista: no se puede vivir bajo la bandera del miedo.

¿Vivo yo bajo la bandera del miedo?

A veces sí. Y por eso -tal vez- me cueste tanto decir que no. Porque me da miedo que mi negativa me hunda en la soledad; porque me da miedo que mi negativa me separe del otro; porque me da miedo que mi negativa signifique para el otro la causa justa para dejar de quererme.

Porque me da miedo no ser querido. Y busco ese cariño en la adhesión del otro, quien por mi correspondencia a lo mejor tenga los motivos suficientes para quererme. Para querer quererme.

Pero así no se puede vivir. La vida no está hecha para vivir así. Atemorizados. Aplastados bajo el peso del miedo. Hay -me digo, mientras lo escribo- que aprender a vivir en libertad.

“El drama fundamental de la existencia humana es que no somos perfectamente libres”, releo de mi cuaderno de apuntes del finde de la ELU.

¿Cómo puedo crecer en libertad?

Ahora mismo, a punto de enviar este faro Newman, me atrevo a responder: adhiriéndome a aquel que me mira con infinita ternura, como diciéndome nada de ti me escandaliza.

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