Un día de septiembre, después de iniciar formalmente el curso en el Colegio Mayor con el Acto académico de apertura, caminaba por el aparcamiento de un conocido centro comercial en Pozuelo. El sol apretaba como si supiese que le quedaban los últimos días de hacerlo antes de llegar el otoño. Una señora hacía esfuerzos por abanicarse con su bolso de yute, al que también le quedaban pocos días de presencia estival en las calles.
Al entrar en el centro comercial hice un esfuerzo por adaptar la vista de la luz exterior a la interior y ahí estaban: tres figuras a lomos de camello guiadas por una estrella. Encima de ellos luces inconfundibles ya encendidas. El shock era tan grande que algunos nos parábamos frente a la puerta y (cómo no) hacíamos una foto de incredulidad.
“¿De verdad? Estamos a mediados de septiembre”, pensé. Siempre me ha gustado la Navidad, pero todavía tengo las chanclas y el bañador en la mochila; y en este hemisferio, estas prendas de ropa y los polvorones no encajan muy bien.
Dejando a estos personajes atrás, decidí no seguir en esos pensamientos. Opté por ver qué podría haber de bueno de adelantar (tanto) la Navidad y me acordé de Sartre:
«Si un dios se hubiese hecho hombre por mí le amaría excluyendo a todos los demás, habría entre Él y yo algo así como un lazo de sangre, y no tendría vida suficiente para demostrarle mi agradecimiento: no soy un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería suficientemente loco para eso?»
Fragmento de Barioná, el hijo del trueno de Jean Paul Sartre