Ricardo Morales
El amor es el primer reclamo del hombre, por encima incluso de la felicidad; por encima incluso del sufrimiento.
Dicha certeza se sostiene en la cotidianeidad de la vida: en la contemplación de nuestros propios y ajenos. En la observancia militante de los gestos, pinceladas, de quienes día tras día componen nuestro cuadro de rostros.
Despertar con ternura frente a un ovillo fraterno; cuya faz está vetada por el pelo, donde se intuye una boca de cuyo interior Tolkien habría podido sacar diez señores más oscuros que el propio Nigromante, es amor. O se le parece.
El ejercicio de pensar que ese miserable que acaba de estampar su furgoneta contra tu coche en Navidad estuvo contando chistes y alegrando la noche a la abuela reumática, es amor. O se le parece.
Porque vivimos de intuiciones y damos saltos al vacío, resulta que ésta “lógica paradójica” -porque el amor es lógico y además infiere todo su sentido a través de la paradoja-, nos ayuda a entendernos como humanos y a soportarnos cuando las estadísticas legitiman todo lo contrario.
Los “protocolos de actuación” que proponen las web de citas ante un encuentro fuera del mundo online, viene a ser como la fecha de caducidad de un yogur. Aportan información básica y vital sobre el producto en sí, pero ninguno de esos puntitos pixelados de tinta hablan de la textura o del sabor o de la experiencia que alberga en su interior.
Son normas cívicas fundamentales, resumidas con torpes dibujos, que hablan más de un interesante resultado sociológico -por lo soez de la explicación- que de una oportunidad para que dos mundos se choquen, se revienten y de todo ello salga una amalgama nueva, única, pensada y escrita desde el primer instante en el libro de los tiempos.
Se pueden estandarizar las relaciones afectivas pero no las relaciones amorosas.
No podemos llamar amor con todas las letras a lo que elimina de partida y, por su propio mecanismo, la posibilidad de asombrarse frente a un defecto. Enamorarse de una peca inoportuna, de un diente torcido o en mi caso de un Sugus loco que partió el labio de mi amada en una piñata cuando era chiquita; es difícil de explicar en un anuncio de meetic.com
Los currículos impecables acompañados del nuevo Volvo V40 -una máquina soberbia, todo hay que decirlo- pueden causar la reacción física y psíquica deseada en la persona a seducir para un objetivo concreto; pero no serán cómplices necesarios de un “sí, quiero” rotundo ante la expectante comunidad.
El amor, siendo contrario en muchas ocasiones al sentido común, requiere de una octavilla que le recuerde al corazón del hombre algunos puntos elementales grabados con zumo de limón. Véase: que otros nos amaron primero, que lo hicieron antes que nosotros pudiéramos manifestarles racional o emocionalmente nuestro amor y que en “igualdad” de condiciones, siempre una de las partes, por su propia naturaleza, amará más. Porque solo se es un hijo. Porque solo se es un padre para el hijo. Porque solo se es ese novio de esa novia. Porque solo hay una madre para ese niño, sea su madre biológica o de adopción. Solo ella sueña con la esperanza de decir “mi pequeño” ante un ser único, inmenso e irrepetible, que algún día le podrá decir “te odio” o “yo también te quiero”.
Amar no exime de una incomprensión cuasi total del otro. Amor no implica borrar del mapa las tonterías; propias y ajenas. Amar está a mil años luz de la complementariedad absoluta y cerquísima de los detalles ínfimos, universos de colores para el deseado.
Comprender y aplicar estas intuiciones requiere haber tenido durante al menos un minuto de vida una familia. Eso sí. Un minuto muy bueno. Donde la mirada cansada esté enterrada junto algún hueso de pollo mordisqueado por los perros en un parque lejano. Donde uno esté tan alerta, bullendo expectación, que pueda profetizar la caricia que viene a continuación, el desatino del próximo comentario y el perenne reencuentro de quien cree en las gracias y bondades que se reparten en la alcoba.
La literatura es una ubérrima demostración de lo propuesto hasta ahora.
Ahí tenemos, en la estantería, al Capitan Dalroy, que selló una alianza nueva y eterna con Joan gracias a un poste, a un pedante, a un tabernero y a un barril de ron.
O al Sobresaliente Cum Laude por la tesis “La paciencia y el arte de la espera al estilo caribeño” de Florentino Daza para con Fermina Daza en “El amor en tiempos de cólera”.
Teresa y sus arrojos místicos en una minúscula celda en La Encarnación, Raskolnikov a los pies de Sofía en Siberia o el viejo, el muchacho y el mar.
Todos los mencionados y los que todavía quedan por descubrir, hablan y hablarán de la cotidianeidad de los amores “entre pucheros”. Porque Amar implica al hombre, aunque sufra, aunque se exponga a ser feliz sin quererlo. Le liga con el prójimo y le llama a trascender de su universo al otro. Salir de si para verse así como es visto y como es amado por ser así. Una lógica paradójica terapéutica que convierte los versos de Luis Cernuda en un plástico marrón, enterrado junto al hueso de pollo mordisqueado por los perros.
“Furia color de amor.
Amor color de olvido”.