Sacarse la tesis es como bailar

Antes de empezar, tengo que avisar al lector: los que me conocen saben que soy voluntarista, rasgo de carácter que, si Dios quiere, espero que se me vaya suavizando con el tiempo. Dicho lo cual, este artículo pretende animar a los que persiguen su llamada investigadora, aunque les parezca que ya es un poco tarde.

La investigación es una vocación que requiere de mucha disciplina y que, en la mayoría de los casos, debuta por la famosa tesis. Y he aquí el punto: todos no empiezan, por multitud de razones, a hacer un doctorado. Y cuando algunos atacan brillantemente su carrera académica en la década de sus 20, otros tardamos mucho más en llegar a esta etapa. A los 30 precisamente fui a llamar al despacho de un querido profesor mío para pedirle consejo. Él me animó a empezar ese doctorado. Me explicó que era la puerta para poder vivir en serio la vocación investigadora. En ese momento, calculé según mi parecer los plazos y pensé que en un par de años estaba hecho… Presuntuosa e ilusa de mí, los dos años previstos se transformaron en nueve. Decir que hubo obstáculos de todos los tipos y que estuve a punto de tirar la toalla muchas veces es quedarse corto. La obtención de la tesis más que un rango académico parece un rito iniciático. ¿Por qué? No lo sé. Hay dos tipos de preguntas: los problemas y los misterios, claramente la vivencia de la tesis se sitúa en esta segunda categoría.

Pero sentía que la llamada no se apagaba, sino que se hacía cada vez más fuerte. Y aunque se me estaba “pasando el arroz” seguía sin renunciar. ¿Sabéis la famosa imagen de dibujos animados en la que se ve como el personaje se da contra la pared una y otra vez? Esa era yo. En esos tiempos, uno se busca las motivaciones que puede. Una de las mías fue: “mal de muchos, consuelo de tonta”. Me dio por investigar sobre todos los autores que admiro y que habían tenido problemas con la tesis (claro, como me sobraba tiempo con la mía, no tenía nada mejor que hacer que desviarme con otras búsquedas). Encontré ejemplos como el de Edith Stein que tuvo que esperar con cara de póker que Husserl se dignase a leer el manuscrito que cogía polvo en su mesa, o el de Ratzinger, al que obligaron a reescribir su tesis casi entera en un plazo de escasos meses. De estas búsquedas llegué a la conclusión de que la vida del doctorando es muy injusta y que el universo (casi entero) conspiraba contra mí.

Otro consuelo más fructífero fue un video de Misty Copeland, famosa bailarina clásica que vi incontables veces: I will what I want. Va por descontado que el lema es voluntarista. Y por supuesto, me dediqué también a investigar su vida. 

Copeland empezó ballet con 13 años, demasiado tarde para la profesión y con una morfología que no se consideraba la adecuada. Vivía en un motel con su madre y sus seis hermanos y medio-hermanos, tuvo multitud de parones en su formación por lesiones físicas, problemas familiares, falta de dinero y una larga lista sin fin. Lo que resulta fascinante es como esta mujer fue superando todas las circunstancias gracias a la vocación tan fuerte que tenía. También es curioso cómo se encontró con personas que le ayudaron cuando parecía que ya no había solución posible. En mi caso, mi director fue una de esas personas, él aceptó dirigir la tesis en un momento en que me había quedado estancada.

Lo que más me inspiraba de Misty Copeland es la aparente facilidad con la que bailaba, cuando, sin embargo, el más mínimo movimiento de muñeca requirió cientos de horas de trabajo y de superación. Me parece la definición perfecta de la elegancia, que también puede ser intelectual: no hacer aparente el esfuerzo, sino que sólo quede a la luz el resultado.

También en este recorrido, cuando uno recibe un mal resultado tiene dos opciones: esconderlo rápidamente o escrutar sus errores aunque tenga que ruborizarse. Así se aprende y cuando después de superar la tesis, se guarda esta costumbre de no apartar la mirada de lo que “está en rojo” se puede mejorar mucho más rápido. 

La filósofa Simone Weil -esa autora a quién cogí por un tiempo manía al tenerla tan presente en mi vida- explica lo importante que es fijarse en los errores propios. Usa el ejemplo de recibir los resultados y correcciones de un examen, pero podría ser perfectamente un proyecto de investigación no conseguido o un grupo de alumnos con el cual no se ha conectado como se pensaba. Se puede empezar con los “esques” o bien mirar de frente y más allá de las circunstancias exteriores y pensar: “me toca lo mío”, es decir, ¿en qué he fallado, qué se me ha pasado, qué he hecho mal, qué es lo que no entendido?

 

Y cuando la tesis se me hacía realmente muy cuesta arriba, miraba un pequeño cuadro que tengo en casa con la frase “Dónde Dios guía, Él provee”, para que no se me olvidase que la llamada no viene de mí y que nunca estoy sola en esto.

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