¿Me lo cambias?

Todos los domingos, caiga quien caiga, se reúnen en la puerta de la papelería Punto y Coma de Boadilla del Monte numerosos niños y niñas para cambiar sus cromos. ¿De qué colección?, se preguntarán. Sí, predomina el fútbol, sus estrellas de la liga española, esa que nos emboba al empezar el curso cada año, llena de esperanzas de victoria en busca de títulos… o de la permanencia en la categoría de honor. Por su corta edad, los padres no dejan solos a los niños, y velan por la seguridad de sus transacciones, para que ningún avispado saque provecho de sus habilidades dialécticas y les acabe cambiando el cromo de un entrenador del montón por Toni Kroos… “Tengo a Griezman ” grita una voz nerviosa, “de diamante” añade (hay brillos tras la foto del colchonero), y rápidamente se arremolinan varios niños en torno a él, buscando adivinar el valor de cambio por tan relevante figura. Una niña con la camiseta de Bellingham maneja los cromos entre sus dedos con la maestría de un tahúr del Misisipi. Los agentes de esta operativa (esos padres y madres que santifican la fiesta junto a sus hijos) llevan unas hojas con la lista de fichajes que precisan sus retoños para completar la colección, sujetado a veces los abultados tacos de cromos que superan la capacidad de las tiernas manos infantiles.

Los cromos parecen todos iguales, fabricados del mismo material (un cartón en el que entra cada vez más la mezcla plástica) y con el mismo tamaño, pero, ay, amigo, no todos valen igual para los niños. Eso enriquece el intercambio de cromos, y hace ver que tener algo presuntamente más valioso ofrece posibilidades de destacar, de ser mejor.

Este simpático mercadillo dominical desde el que escribo este humilde faro Newman, me hizo pensar en el mundo adulto, en el que parece haber una cierta insatisfacción personal permanente con lo que cada uno somos y tenemos. Altos, bajos, rubios, morenos, pelo liso o rizado, de ciencias o letras, ciudadanos en urbe o campesinos, en fin… somos tan, tan diferentes (gracias a Dios) y a la vez… ¡queremos parecernos tanto unos a otros!

No somos perfectos, es ridículo pretender serlo, no es natural ni humano, y además, ¿no es hermoso aceptar nuestros dones, y buscar mejorar en aquello en que no destacamos pero que es sin duda valioso, en vez de lamentarse por no estar en el top ten de los que envidio? Hay un regalo que ronda nuestra vida, y que nos hace diferentes entre todas las creaturas, y es el amor, el amor con el que hemos sido creados imperfectos pero complementarios.

San Agustín nos dejó esta perla: Conócete, acéptate, supérate. Nuestro querido padre de la Iglesia lo vio claro, fruto de la experiencia de su propia vida iluminada por el Señor. Ante la enorme riqueza y variedad de personas que convivimos en nuestro querido planeta, resulta paradójico querer ser como el otro por pensar que debe ser más feliz que yo, que disfruta más y de más cosas, que tiene la suerte de haber nacido así, y acabar viviendo con la sensación de una desigualdad permanente que solo lleva a la insatisfacción eterna. Y, si me lo permiten, vaya error de planteamiento.

Miremos nuestros cromos, lo que somos, con verdad, con ilusión por crecer, y cuando estemos en este mercadillo de la vida que nos toca vivir venzamos la tentación del ¿me lo cambias? con la mirada puesta en lo que podemos hacer con lo que somos, únicos e irrepetibles. Tú vales mucho.

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