Verónica nació de la mano de Santa Mónica en Aranda de Duero, pero volvió a nacer a los 17 años cuando en una fiesta contempla a un grupo de jóvenes desorientados en la que se pregunta si vivir es para nada. Estudió en la Universidad hasta que tomó contacto con las hermanas clarisas de Lerma en 1984 con 18 años. Fue maestra de novicias y en 2009 abadesa. Un año después, Benedicto XVI aprobó un nuevo Instituto denominado Iesu Communio del que se la reconoce como fundadora y superiora general. Actualmente, el Instituto se encuentra ubicado en Burgos y Valencia.
Para hablar de la inagotable fecundidad de la fe de Ireneo, la Madre Verónica explicó por qué un instituto naciente elegía patrono a un hombre de los primeros siglos. Lo descubrió cuando un organero refinaba los tubos de su órgano dejando el interior al descubierto. El órgano tenía un lugar oculto que daba vida al regio instrumento, siendo la fuente del sonido el aire que avanzaba hacia los fuelles y permitiendo que cualquier viento externo lo desafinase.
Su entrega nació del deseo de que todos conociesen el amor de Dios y se puso en camino como si la santidad fuese una meta heroica, “con sus frágiles fuerzas”, como ella misma confiesa. Se enfrentó a la vida consagrada con muchas dudas sobre la comprensión de la fe y notó cómo un abismo le separaba de la certeza de llevar su camino a plenitud. Ireneo salió a su encuentro a través del teólogo Von Balthasar. Se dio cuenta de que pretendía tocar una sinfonía con notas en solitario e Ireneo le desveló la única sinfonía verdadera: que Dios la llamaba a asociarse a la fe confesada, acogida y vivida. Reconocía en el santo su lengua materna. Fue él quien le enseñó a leer la Escritura y le mostró que quería poseer la perfección como si todo dependiera de ella. “Mi música no sonaba”, lamentó. “Solfeas bien, pero tienes que llenar tus notas de vida”, le instaba su profesor de música. Así fue como paso a paso vio que la partitura es la vida y tenía que dejar que le invadiese el Espíritu del Bautismo.
Ireneo también le enseñó el arte de la gratuidad, era necesario partir del origen y el origen era la gratuidad de Dios en la Creación que escribía una partitura en la carne de su Hijo. Ireneo le invitó a escuchar la polifonía de la Revelación, le abrió los ojos y así fue como leyó otras notas en su mismo pentagrama. “¿En qué clave? En la del Espíritu que da vida”, añadió.
Ireneo le hizo replantearse la fe, pues le mostró que Dios estaba lleno de gozo al crear y estamos siendo hechos mientras caminamos hacia la plenitud. La debilidad es su voz en nuestra carne para que vivamos anclados a su Misericordia. “Me peleaba contra la carne y no me daba cuenta de que lo humano es portador del Espíritu”, señaló. De repente, se vio envuelta en la alegría de la salvación e incluso la prueba quedaba iluminada por una gracia nueva, haciendo la existencia más flexible con la sed de ser una sola vida con Cristo. Reconoció en la libertad de su sí la unidad de la composición musical que procedía del director de la orquesta y era preciso afinar el ritmo de su compás: “Me quedaba coger el tono de Dios y prestarle obediencia de fe”.
En este sentido, explicó que todo consiste en abandonarse al torrente de vida donde se encuentra la propia identidad y la de los demás. Consideró su casa el lugar donde los discípulos de Ireneo podían estar en la escuela de los padres de la Iglesia y vio a sus hermanas insertadas en una larga cadena de síes, gracias al doctor de la unidad por excelencia.