Francesco de Nigris
Se suele decir que las mayores ideologías del siglo pasado han dejado como herencia dos valores que, hoy en día, a muchos sigue costando no contraponer. Me refiero a la justicia y a la libertad. Por justicia se ha ido entendiendo espontáneamente la justicia social, como un conjunto de requisitos que se ha opuesto incansablemente a la libertad, entendida como la posibilidad desenfrenada de enriquecerse de aquellos que, ya poderosos, buscan un ámbito de convivencia donde aumentar la propia fortuna, haciéndose, a costa del más pobre, cada vez más ricos.
La interpretación social, especialmente económica de la vida humana, ha tenido un gran impulso a lo largo de todo el siglo XIX. El crecimiento técnico científico, la producción industrial de masa, la apertura de los mercados, exigen a la economía hacerse ciencia rigurosa, al igual que a los demás conocimientos tradicionales sobre el individuo y la sociedad, a hacerse positivos, a ganarse su título científico. La sociología, la política e incluso la psicología reciben un impulso decisivo. La enorme variación social, la aglomeración en las ciudades, el ensanchamiento del horizonte de oportunidades intensifica, al igual que el ritmo histórico, la atención sobre las diferencias entre individuos, que antes se dispersaban en los campos, en el trabajo en la naturaleza, en una pobreza mayoritariamente compartida.
A muchos sigue pareciendo que la denuncia de la desigualdad social aparece en el siglo XIX y, sin embargo, viene de la noche de los tiempos; se da en el esclavo romano que sueña con liberarse, se manifiesta en la entera historia del derecho, se forja forzosamente alrededor de la evidencia de que «el ser humano» es igual en el esclavo y en el patricio, en el aristócrata y en el campesino, en el obrero y en el empresario. Siempre ha habido diferencias sociales y siempre se ha luchado contra ellas, pero quizá en el siglo XIX se han vislumbrado posibles soluciones porque, por primera vez, en menos de una generación, un pobre podía hacerse rico y un rico pobre. Se ha intensificado la riqueza y ha parecido que se intensificara la injusticia, porque aquella tardaba, en el nuevo frenesí de los tiempos, en repartirse. Injusticia, sin embargo, siempre ha habido, sólidamente repartida y difícilmente convertible.
Lo que salta a la vista es que por injusticia social ha quedado un concepto que toca muy de lejos lo que puede ser injusto en el ser humano, ya que privilegia un aspecto, el económico, que, además, por las condiciones productivas de los últimos dos siglos, ha admitido una distribución de la riqueza antes desconocida, y precisamente porque ha sido capaz de generarla. Otra cosa es que nos hayamos acostumbrado a un umbral de facilidades que nos parecen irrenunciables, que si disminuyen nos llevan, por la interpretación económica de la injusticia, a un profundo estado de inquietud, de rencor hacia la sociedad, de resentimiento hacia quién o qué nos tiene que dar garantías acerca de nuestro bienestar. La interpretación de la injusticia de este mundo como esencialmente económica es, en mi opinión, una profunda injusticia, porque oculta aquellas más profundas que sustentan incluso la económica, forzando a la economía a organizarse con una lógica impersonal que domina hoy en día en la sociedad.
En lo humano no hay un estado definitivo sino que todo concepto se justifica en marcha, en su constante evidencia; resiste, se modifica, desaparece por su intrínseco uso. Una sociedad que se define democrática, que busca derivar de la voluntad de la mayoría sus decisiones, puede envilecerse y adoptar muchas de ellas que poco entienden sobre las razones profundas de su convivencia y de sus injusticias. La democracia no es un concepto que, en sí, garantice la dignidad humana; todo depende de cómo se vivifique ese concepto, de cómo la mayoría y la minoría ejerzan la propia libertad de elegir, de comprenderse en la sociedad. Es obvio decir que por decisión mayoritaria no se puede cambiar la altura o el color de los ojos de una persona, su lugar de nacimiento o de fallecimiento, su familia o su genética, su carácter o su lengua materna, y toda vez que algo de ello se ha intentado hacer para igualar u homogeneizar a los individuos, hemos tenido que vérnosla con las mayores atrocidades. Con eso no estoy afirmando que no sea justo influir, hasta cierto punto, en la economía de las personas, intentando favorecer grupos sociales más deprimidos, «intentando» igualar posibilidades. Eso se puede hacer y en ciertos casos urge hacerlo, pero no hay que perder de vista que así nunca se garantizará la igualdad, porque la igualdad de la sociedad en vista del individuo siempre es injusta. Las mismas oportunidades siempre serán inoportunas para los gustos individuales, porque significan algo distinto en vidas distintas. Se dirá, entonces, que por igualdad se entiende el acceso a recursos básicos, no solo económicos, que soportan las oportunidades económicas, en especial modo la educación, la sanidad, la vivienda. Sin duda, eso también se puede facilitar, pero no podremos nunca igualar cómo cada familia educará a sus hijos en el íntimo hogar, cómo cada individuo llegará a utilizar esos recursos, cómo en cada persona, en definitiva, las mismas oportunidades no serán nunca las mismas. Hay una traición al profundo concepto de igualdad cuando con él se pretende hacer lo que ni Dios mismo, para quien cree en Él, ha podido ni querido hacer: determinar quién somos por aquello que somos, reducir el individuo a todo lo que su circunstancia puede decir o hacer con él.
El igualitarismo ideológico no suele entender que la igualdad es, ante todo, la de cada persona que nace igualmente libre para elegir quién es, en cada momento, en la sociedad. Las condiciones de igualdad social, entonces, tienen que servir para que no se les oculte a los individuos en ningún momento ese principio de la vida humana, mediante el enriquecimiento de las posibilidades de ser alguien único en la sociedad, desde sus oportunidades económicas hasta aquellas que garantizan el nacimiento de su vida misma a partir de su concepción y, en cierto modo, que aquí no nos incumbe, incluso con anterioridad de su concepción. Pero las condiciones de vida, que son importantes para que uno se descubra, para que encuentre sus talentos, para que comprenda quién puede ser en la sociedad con la mayor riqueza posible de posibilidades y facilidades a sus proyectos, no borra, por otra parte, la cuestión del sentido que el individuo, en su vida concreta, consigue darle a cada talento.
No solo se trata, en efecto, de que cada persona, por sus más íntimas experiencias, tenga para cada oportunidad un talento distinto, sino que, además, encuentre en uno o más talentos, porque siempre pueden complicarse en las complejidades de las profesiones ?hoy todavía muy primitivas? un sentido para vivir.
Muy pocas personas hoy en día están instaladas en lo irrenunciable. Parece que a todo quehacer se le puede sustituir con otro cuando hay un razonable aumento de sueldo. La perspectiva con la que la sociedad nos llama a encontrarnos en ella no cuenta con la prioridad de la vocación como ámbito de felicidad, de sentido y, por supuesto, de productividad, porque no hay mayor y más eficaz producción que aquella que es felicitaria. No se trata de la comodidad del trabajo, de sus aspectos agradables, sino de otro tipo de placer, el que sobreviene cuando al vernos en lo que hacemos, no podemos renunciar a lo que vemos. Un quehacer profesional, así como cualquier quehacer cotidiano, puede ser desagradable por sus condiciones penosas, por sus mínimos recursos y, sin embargo, puede ser irrenunciable, radicalmente nuestro, fuente de sentido que inunda cada gesto de nuestra vida. Ningún tiempo de la vida que transcurre en la vocación es un tiempo perdido, sino siempre ganado y ofrecido generosamente a la sociedad entera, como ejemplo y esperanza, alegría e ilusión.
Es la vocación, entonces, la mayor fuente de igualdad, porque muestra con argumento vivo la posibilidad de ser igualmente libres, cada uno con su libertad. Es solo ella la que permite igualar los contrarios, hacer justicia a las oportunidades, ordenándolas en cada individuo de manera única y segura, de suerte que cada uno tiene las suyas, irrenunciables. Cada persona desde su vocación puede entender lo oportuno, es decir, lo que tiene ob-portunus, lo que tiene salida hacia delante, lo que tiene, remontándonos al griego póros, apertura, acceso auténtico a uno mismo y, por ello, a la sociedad. Las oportunidades, desde la vocación, son paradójica y maravillosamente las mismas y diferentes, determinadas e inagotables, felicitarías o entretenidas. Nada más que la vocación puede repartir igualitariamente los recursos, aprovecharlos eficazmente. La mayor injusticia, entonces, es la de la sociedad que vive de espaldas a la búsqueda continuada y persistente de la vocación.
El siglo XIX, por sus cambios decisivos, piensa con urgencia sobre la sociedad y el individuo sin poseer todavía el principio de personalidad que los distingue y une indisolublemente en un proyecto de salvación. La milenaria interpretación natural del hombre, como un organismo que piensa cosas, hace que la igualdad y la libertad de la vida se hayan interpretado, respectivamente, como utilizar de forma igualitaria las cosas y como poseerlas o acumularlas libremente. La vida solo en parte, y solo en vista de los proyectos personales, puede definirse según sus recursos, porque su principio ?elegir en cada instante quién voy a ser?, es indefinible y plantea de inmediato la cuestión del sentido, de por qué y para qué voy a utilizar las cosas.
Lo que soy desde que nazco, todos los recursos de mi circunstancia, desde mi ADN hasta el sueldo de mis padres o el PIB de mi país, no responden esencialmente a quién soy, a la cuestión radical de la vida humana, que la individúa y al mismo tiempo la altera, obligándola a hacerse en la circunstancia, a encontrarse con las oportunidades del entorno haciéndolas irreductiblemente propias, y, sobre todo, a pasar por la sociedad para llegar a los demás individuos, que vivifican mi proyecto, que componen esencialmente mi vocación, porque en sus vidas individuales es donde propiamente me encuentro. Las corrientes socialistas y liberales matizan dos aspectos aparentemente irreconciliables del hombre, porque comparten antropologías que no radican en el principio de personalidad de la vida humana, y acaban por confundir el individuo con la sociedad, reducir la sociedad a sus recursos y entender a éstos por su relevancia económica. El resultado es que las personas no ven que las razones de su convivencia y la amplitud de sus recursos trascienden los motivos ideológicos. Éstos han cristalizado en modos de pensar, pero sobre todo de sentir, que parecen ser, paradójicamente, el único recurso que forja mayorías y minorías políticas, haciendo que lo antiguo sobreviva frívolamente, adherido a etiquetas que, como decía Julián Marías, sería mejor utilizar para las manos y para los pisos, porque confunden y fanatizan.
Hay que asumir urgentemente que las razones de una ideología no son aquellas que forman una sociedad en sentido estricto. Pueden formar grupos de personas que las comparten, pero por su carácter fragmentario, no filosófico, habría que decir, flotan sobre la vida real. Y quien va ligero de pensamiento confunde las razones ideológicas con las razones plenas de su convivencia, intentando explicar lo que vive desde su ideología, reduciendo su vida a lo que otros han pensado hace mucho tiempo y por razones que, normalmente, han quedado arcaicas. Ni la sociedad se mueve por razones ideológicas, si bien pueden ellas mover hacia el voto político, ni las oportunidades de los individuos se determinan mayoritariamente por aquellas que les da la vida política. Creer lo contrario es reducir peligrosamente lo que entendemos por «oportunidades de la vida»; pero eso, desgraciadamente, es lo que se cree hoy en día, sobre todo cuando se vota. A nadie parece habérsele ocurrido manifestarse por la idea vigente del amor o del enamoramiento, del placer o de la felicidad, de la diversión o de la alegría, por el temple de la vida cotidiana o por el amor al prójimo. Y, sin embargo, esas ideas son recursos sociales, oportunidades mucho más decisivas que las económicas, que, incluso, influyen profundamente en ellas.
En cada manifestación callejera el hombre contemporáneo confirma el desconocimiento de sí mismo, ocultando, mediante lo que la propaganda le sugiere, aquellas «oportunidades» que más íntimamente le constituyen, y que a lo mejor ya son inoportunas para vivir, si bien son plácidamente aceptadas, desconocidas o fomentadas por intereses establecidos, pero sobre todo por cada cual que vive una vida poco auténtica. Pero si todo ello se manifestara estallaría una desconocida vivencia de humildad, porque sería admitir que estamos manifestándonos sobre lo que desconocemos, que estamos manipulados, que lo que más deseamos es encontrar lo que da sentido a nuestra vida, y que el prójimo también haga lo mismo para que nos oriente auténticamente, desde lo que más ama, para que todos, así, podamos intensificar nuestra confianza en el ser humano.