Cuando uno lleva varios años impartiendo la misma asignatura en el mismo grado, parece que no puede esperar que suceda nada distinto. Puedes empezar en piloto automático y volcar la retahíla interiorizada, sin más.
Este inicio de curso entraba en clase pidiendo desde el corazón no caer en la monotonía y no saltarme el presente. Algo sucedió que me conmovió hasta lo más hondo. Estaba explicando a mis alumnas de Enfermería que no podemos saltarnos la realidad y que sin ella, sin lo otro, sin el otro, no podemos vivir, no podemos llegar a ser. En ese instante, mirando aquellos rostros percibí como se encarnaba concretamente eso que estaba explicando. ¿Qué sería de mí sin alumnos? ¿Qué sería de mí sin un lugar donde poder desplegar mi vocación docente? Sin universidad, sin alumnos, una parte de mí estaría capada. No podría entregar lo recibido ni realizar mi vocación personal. De un modo radical lo expresaba en clase: «Yo soy profesor porque existís, aunque hasta ahora no os había visto jamás».
¡Qué paradoja depender de otros a los que quizá todavía no sabes de su existencia! Algunas alumnas expresaron su objeción a esto porque eso implicaría que uno no se basta a sí mismo y que el lema “No necesitas a nadie para ser feliz”, que tanto se repite, sería falso. Así es: ser enfermera requiere tener pacientes, ser amigo requiere de una compañía distinta a uno, ser esposo, esposa, padre, madre, hermano, ser amado, amar… Por mucho que Miley Cyrus nos haya convencido de que está contenta regalándose flores a sí misma, la realidad es que esa canción no la habría podido escribir sin la ausencia en su vida de otro con el que vivió buenos y malos momentos.
La realidad es nuestra compañera, la realidad es nuestra aliada. Somos gracias a otros. Gracias.