¿Es mejor callar?

Ante la duda, reserva. Ante la imprudencia, sigilo. Ante la ignorancia, sosiego. Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo estropees, calla. Contente. Suspende el juicio y no lo pronuncies. Aprieta fuerte los labios y no digas, no hables.

Pero, ¿qué ocurre cuando el atropello, la vileza y el despropósito se adueñan de la serenidad de lo cotidiano? ¿Hay entonces que permanecer impasibles? ¿Hay que dejarse vencer por el miedo y la desesperanza? ¿Hay que resignarse a la impotencia y sumirse en el mutismo? ¿Otorgamos si callamos?

Parece claro que la verdad no es menos verdad si no se pronuncia. Pero hay ocasiones en que la propia acción de verbalizar realiza y da estatuto de acto a algo que solo lo es en potencia si no se enuncia. Si “prometo”, lo digo, y en ese mismo instante, la palabra se convierte en acción de compromiso; solo “perdono” cuando mis labios articulan y conjugan el verbo, que se transforma en regalo y en bálsamo para quien lo recibe mientras lo escucha.  “Absuelvo”, o “condeno”, si mi voz tiene la autoridad para hacerlo y lo hace. De este modo, la palabra actúa y performa la propia realidad.

Y así, hay momentos en los que si callo, consiento: asumo el discurso de los que hablan y si estos no dicen la verdad, si buscan el interés propio y no el bien, estaré asintiendo con el mal. En Lucas leemos: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal”. No podemos permanecer silentes ante tanta maldad, venzamos el mal con el bien, “porque de lo que rebosa el corazón, habla la boca”.

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