Impregnados de la cultura y el contexto en el que vivimos creemos que crecer es desarrollar el talento que uno tiene, y parece que depende en exclusiva de lo que uno haga, de cómo se forme y de qué actitud tenga en la vida.
Anhelamos ser reconocidos, pero sin que se nos note en exceso, no vaya a ser que nuestra vulnerabilidad ponga en duda nuestro progreso. Parece que solo los perfectos son dignos. Alegóricamente, crecer, para las masas, consiste en ser punta de lanza, llegar más alto, brillar.
Sin embargo, en ese anhelo por alcanzar la cúspide nos olvidamos de otros ámbitos de la persona. Esta forma de crecer es relativa, parcial, no integral. Crecer es algo más profundo. Es el proceso madurativo que afecta a la persona entera y que por tanto integra su individualidad, su dimensión relacional y su trascendencia. Es el camino de desarrollo personal que de forma coherente armoniza: el sentido – el por qué y el para qué es mi vida -, el desarrollo de talento – desde quién soy, por mis dones y todo lo recibido – y la relación – referida a cómo me doy y cómo me acogen -.
Alegóricamente, el verdadero sentido de crecer se me representa como algo más envolvente, conectado, multidimensional, en espiral, más quedo, interior, profundo. Despliegue, donación, entrega.
Crecer está conectado con el ejercicio de la libertad. Es el proceso de liberarnos de las ataduras que condicionan que seamos “más persona” en términos absolutos, y particularmente, la persona que somos y estamos llamados a ser. Crecer es aprender a decir sí, a la Voz que resuena en nuestro corazón. Es el camino de respuesta a nuestra vocación personal.
Crecer es desarrollar nuestra capacidad de amar.