El poder redentor del perdón

Juan Pablo Serra

Está claro que la audacia de Clint Eastwood a la hora de abordar sus últimas películas no conoce límites y, si comenzó la década de los 90 rodando en Zimbabwe una historia sobre un director de cine obsesionado con cazar un elefante (Cazador blanco, corazón negro, 1990), veinte años más tarde vuelve al continente africano para abordar la historia de un singular partido de rugby -la final de la copa del mundo de 1995 celebrada en Sudáfrica- que «unió a una nación», como reza el subtítulo del libro en que se basa la película.

Por si fuera poco, Invictus llega en un momento diáfano de su evolución como director pues, tras bucear durante décadas en los claroscuros del espíritu humano, con El intercambio (2008) y Gran Torino (2009) han empezado a cobrar más relevancia aspectos indudablemente positivos del ser humano, como la maternidad y paternidad entregadas, el sentido de la esperanza, el poder edificante del trabajo y el don de sí… Es difícil justificar que en su cine anterior no hubiera una sincera admiración de la belleza y positividad de la vida, presente tanto en lo ordinario (un baile, una partida con un amigo, lo hogareño de unos calcetines agujereados o de la lejía para lavar la ropa, la calidez de un pastel de limón, el respeto por la veteranía) como en lo extraordinario (la paz entre culturas, la gratuidad del amor humano, la regeneración de la confesión, el valor de la vida, el legado de un padre, el idealismo, la vocación, la inmensidad de la creación). Pero lo que sí es cierto es que, en su último cine, la bondad de la realidad y del ser humano ha ido emergiendo de un modo cada vez más visible y sin ambigüedades.

John Carlin ha escrito que el film que nos ocupa surgió también de la admiración (1), la que Eastwood seguramente experimentó ante la renovadora posibilidad de la no-venganza o, lo que es lo mismo, del perdón y la reconciliación, presentes tanto en el guión como en la historia real en que el libreto se basa. Es indudable que la pregunta que el personaje de Matt Damon lanza en un momento del film («¿cómo es posible pasar treinta años en una celda minúscula y salir de ahí dispuesto a perdonar a la gente que te metió ahí?») está en la génesis del film y en el interés de su director por acercarse a la figura del primer presidente de Sudáfrica tras el apartheid, a quien retrata en la película menos como político que como un ser humano extraordinario, precisamente por su apertura a la creatividad en política y al perdón (lo que le llevó a escribir recientemente que «Mandela es como Jesucristo» (2)).

Y, sin embargo, Invictus es una película floja. Principalmente, por tres motivos.
El primero es la palmaria incapacidad de Eastwood para hacer películas de gran calibre. Es Eastwood un director minimalista, un genio a la hora de contar historias íntimas, personales y familiares, pero un realizador muy limitado cuando se trata de abordar grandes argumentos (habría que remontarse hasta 1976 con su El fuera de la ley, una obra maestra infravalorada, para ver una película histórica de gran empaque que, no obstante, sólo tiene aspecto de «grande» en su larga introducción). Desde luego, en Invictus se nota para bien la mano maestra de Eastwood en los momentos donde se subraya el contraste entre el personaje público Mandela, padre de su nación, y el ser humano solitario Nelson, fracasado en su matrimonio. El resto de la trama se le va de las manos: las escenas de rugby son repetitivas y largas, del contexto sociopolítico sudafricano apenas si se dan pinceladas, no hay verdaderos conflictos sociales y/o raciales… Narrar una historia sobre el personaje reciente más importante de Sudáfrica y no hacerlo con escalas mayores se presenta como un escollo para el espectador que conozca la historia real o haya leído el libro en que se basa el film. Pero, en todo caso, es un defecto que Eastwood no puede ni sabe evitar.

La segunda razón que hace de Invictus un film menor es la obviedad de su mensaje optimista, que ha llevado a algunos comentaristas a describir la película como un «himno». La referencia a la esperanza en El intercambio era altamente compleja, y el elogio del sacrificio en Gran Torino ni era previsible ni escatimaba el dramatismo que tal elección conlleva. En cambio, el mensaje moral de Invictus a favor del perdón y la reconciliación es tan evidente y tan machaconamente repetido que, al final, puede resultar pesado (véanse las escenas entre los guardaespaldas blancos y negros o la cursilona canción 9.000 days, en referencia a la estancia de Mandela en prisión, repetida nada menos que ¡dos veces! a lo largo del film). En este sentido, el trabajo periodístico en que se basa la película -nacido también de la admiración de John Carlin por Nelson Mandela-, sí conseguía contagiar al lector el entusiasmo que despertabaMadiba entre seguidores y detractores. Quizá por obviar en exceso el contexto sociopolítico en que se desarrolla la trama y centrarse más en un acercamiento «hagiográfico a la figura de Nelson Mandela, a través de una crónica eminentemente sentimental» (3), la traslación a la pantalla del libro de Carlin carece de la tensión, la reflexión histórica y política, y la sabiduría descriptiva de las que hacía gala el texto original.

El último motivo que califica bajo a Invictus es la escasez de grandes momentos, en parte compensado por una luminosa -aunque limitada- antropología de fondo que conviene desgranar. La mejor escena del film, para quien esto escribe, es la que describe el primer encuentro entre Mandela y Piennar, el capitán de la selección nacional de rugby. Bien rodada y mejor escrita, en ella Mandela habla de la autoexigencia y el afán de superación con unas palabras que,prima facie, pueden dejar un regusto de autosuficiencia. Pero, a la vez, también poseen un toque de esperanza que va en contra de una concepción trágica de la existencia. Cuando Mandela dice al capitán que «para construir nuestra nación debemos exceder nuestras propias expectativas», la intuición de fondo es muy verdadera, pues nace del asombro ante el mucho bien que podemos hacer y «plantar» los seres humanos en esta Tierra.

Eastwood no es religioso, sino un humanista. Pero su humanismo es cada vez más luminoso, pues, frente a la identificación de «humano» con todo lo que es corrupto, malo, interesado o aprovechado… y «no-humano» o «santo» con todo lo que es bueno, decente, generoso y desinteresado… frente a esto, Eastwood empieza a ver que esa concepción de lo humano es reductiva, y que también es humano el perdón, la bondad, la entrega de sí y la generosidad. Realidades que el actor y director admite no sólo como un postulado posible y deseable, sino como una realidad fáctica, un dato que no hay por qué censurar. Y es que son precisamente estos rasgos del ser humano los que no sólo asombran sino que apegan y mantienen unida a una comunidad.

En este sentido, Invictus es un paso adelante en la configuración del humanismo del cine eastwoodiano, esto es, en la atención que el cineasta presta a la común humanidad que subsiste bajo las diferencias culturales, sociales y generacionales, a «aquella vinculación o simpatía que surge del reconocimiento de la similitud y universalidad de toda experiencia humana» (4). En la película esto sobresale en el momento en que la asistente de Mandela pregunta al presidente si el esfuerzo por rehabilitar el rugby -un deporte de blancos- es «tan sólo una maniobra política» y el mandatario responde «no es sólo una maniobra política, es una maniobra humana». Aquí luce con fuerza el humanismo de Eastwood, capaz incluso de plantear un elogio indirecto de la política genuina. Pues, en efecto, hay actos y decisiones que unen por encima de las diferencias porque están por encima del cálculo político… si bien, curiosamente, al final estas decisiones son plenamente políticas, al fin y al cabo, el arte de lo posible capaz de imaginar y diseñar un futuro mejor.

Además, es muy significativo que este humanismo eastwoodiano haya encontrado su traducción visual en películas tan dispares como Ejecución inminente,El intercambio o Mystic River. Me refiero a las «fugas mentales» que los personajes de estas películas experimentan en algún punto de la narración en que se visualiza lo que piensan (5). Algo parecido ocurre en Invictus durante la visita a la prisión de Robben Island cuando François Piennar se sitúa en la cárcel donde estuvo recluido Mandela y ve a través de la ventana al futuro líder de la nación como un preso más. Aunque formalmente se parezcan al flash-back, estas breves secuencias retrospectivas apuntan a la dimensión espiritual del ser humano pues, en definitiva, no hacen más que resaltar la interioridad del ser humano, un ser material no determinado por lo material y sí, en cambio, capaz de imaginar lo que no ha conocido, anhelar lo que espera, meditar sobre el significado del pasado e, incluso, cambiar de opinión cuando la realidad le rectifica (tal como expresa Mandela ante un insidioso presentador de deportes que le pregunta sobre su actitud ante los Springboks, el equipo de rugby antes vilipendiado por los activistas negros y ahora apoyado por el presidente).

Es esta reivindicación de la interioridad del ser humano lo que legitima a hablar de un cierto giro en el último cine de Eastwood y es, sin duda, lo que ha ido atenuando el cariz trágico de su filmografía, con todo aún presente en un aspecto menor de Invictus. Me refiero a todo el asunto de la paz. Al fin y al cabo, en el film se deja entrever con acierto que la paz no es un supuesto, sino algo que hay que trabajar y que requiere un compromiso personal pero, al mismo tiempo -y he aquí lo trágico-, también se muestra que este afán genera un desgaste irreversible e inevitable (renunciar a la familia, vivir en soledad).

Es por ello que a este humanismo todavía le tiembla el suelo, pues le falta la solidez de reconocer a quien es perfecto Dios y, también, perfecto humano, hombre. De hecho, el poema que da título a la película, «Invictus» (1875), obra de William Ernest Henley (1849-1902), es toda una declaración de intenciones. En sus versos hay una vibrante exaltación de la fuerza ante la adversidad y la capacidad humana para superarla pero, en su conclusión («soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma»), el poema contiene una afirmación tremendamente individualista. Considerado habitualmente como epítome de cierto romanticismo estoico, el poema de Henley trasluce un deseo de autonomía personal basado exclusivamente en las propias fuerzas, esto es, sin ayuda del mundo, del cual, en última instancia, no se puede esperar más que injusticia, arbitrariedad y dureza inevitables.

Y es que, en el fondo, ¿quién pasa por la vida sin ser derrotado en algún momento? ¿quién pasa invicto? ¿es ello, necesariamente, un signo de debilidad que hay que desterrar? La proclama individualista de Henley es tan pronunciada, que años más tarde su poema sería re-escrito en clave cristiana por la periodista Dorothea Day en un texto que pone a la cultura trágica y al solipsismo ante un desafío que es incapaz de resolver: la vida «mancha» y corroe, y nadie sale invicto, ni siquiera Mandela (victorioso en la política, fracasado en el matrimonio). Pero si podemos tener una esperanza consistente en que la decadencia, el fracaso y la derrota no son la última palabra en este mundo es porque sí ha habido Alguien que ha vencido la muerte –el auténtico capitán de mi alma y dueño de mi destino, como escribiría Day.

(1) Cf. J. Carlin, «El partido de Eastwood y Mandela», El País Semanal, nº 1737 (10 enero 2010), p. 38.

(2) Cf. C. Eastwood, «Mandela es como Jesucristo», Crónica (El Mundo), nº 745 (24 enero 2010), pp. 14-15.

(3) S. M. Grau, «Invictus», Voiceover’s Blog, 4 febrero 2010, http://sergimgrau.wordpress.com/2010/02/04/invictus/>.

(4) A. Murphy, «Humanismo – II. Humanismo cristiano», en R. Latourelle y R. Fisichella (eds.), Diccionario de teología fundamental, Paulinas, Madrid, 1990, p. 590.

(5) Cf. T. Fernández Valentí, «Clint Eastwood: el fuera de la ley de Hollywood -segunda parte», Dirigido, 385 (enero 2009), p. 71.

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