Aarón Cadarso
Al terminar de ver la serie de moda en Netflix, El juego del calamar, sé lo que he visto pero no sé muy bien qué ha visto mucha gente. Muchas han sido las noticias de colegios que han advertido de niños replicando la serie en los patios, también se espera que en Halloween sea una esperada temática para estrenar.
Atención: SPOILER. Lo que sigue a continuación es para aquellos que ya vieron la serie o quieren saber, pese a no haberla visto, lo que subyace tras sus nueve duros capítulos.
La trama no va de esclavos modernos/gladiadores que luchan en el coliseo oculto de las élites de Roma/Occidente, ni del sufrimiento que supone superar las pruebas/juegos macabros que les esperan a sus protagonistas, ni del oscuro deseo, casi irracional, de obtener el premio de una gran suma de dinero/libertad.
Tras unas semanas donde el boca a boca me acercó accidentalmente a esta serie, descubrí que pese a ser un producto de consumo con un envoltorio morboso, en el fondo ofrece todo lo contrario. El drama humano es el núcleo vertebrador de esta historia y no sus momentos de genuina y ciertamente reseñable violencia. La mayor incógnita es el porqué de todo esto y es ahí donde se descubre el verdadero drama, resueltamente existencial.
Al final de la serie, cuando se muestran todas las cartas de la baraja y se analiza la jugada no puede uno sino sentir que no tiene sentido, que falla algo más, que el drama va más allá del sufrimiento físico sufrido por su protagonista que no obtuvo la más mínima satisfacción pese a vencer, a pesar de todo. ¿Por qué dieron su vida todos los demás?
El protagonista de esta historia, una vez enfrentado a su castigo, pese a haber sufrido el infierno de los otros, las más duras mentiras de su amigo y referente número 218, la gradual desesperanza de su grupo, la desconfianza de la número 67, la culpa y la traición… aún así, a pesar de todo ello cree en el hombre y en el bien que pueden atesorar sus semejantes. La paradoja que plantea el jugador número uno, no es sino una cruel metáfora del mundo, los más ricos y los más pobres sienten que a su vida les falta algo, una razón por la que vivir. No es una coincidencia que el jugador número 1 (el anciano, precursor del juego) y el protagonista, el jugador 456 (el último de todos los que participaron en la yincana mortal) se vean las caras una última vez para la revelación que supone comprender que todo fue literalmente un juego para alguien que no creía en la capacidad de la libertad interior y malinterpretó toda su vida lo que suponía el uso de la libertad para alcanzar algo más que la felicidad propia.
Esto no va de violencia, va de libertad, de la dura elección que supone entrar en el juego, un lugar donde hay que seguir tomando decisiones – decisiones que les siguen definiendo – aunque parezca que no tenían otra opción que entrar en el juego del calamar. El precio a pagar es entrar en un juego de libertad condicionada donde los poderosos en la sombra, con sus máscaras de animales depredadores, apuestan por nuestras elecciones como si fuéramos perros de carreras, haciendo referencia a la primera escena de la serie.
La percepción que el espectador puede tener es lógicamente confusa tras tal cantidad de creativa violencia, pero con una lectura más profunda de esta ficción koreana resulta gratamente sugerente comprender que la popular violencia puede ser un vehículo de transmisión de fuertes mensajes, para hacer referencia en realidad a la lucha por revitalizar el sentido último de nuestra libertad en la sociedad y ante nosotros cuando nos miramos al espejo. No se trata de la lógica y deseada libertad económica sino de aquella que nos hace ver más allá de nuestras propias limitaciones y nos da la valentía de parar y detener, si es necesario, hasta el más inhumano e impasible juego que a veces nos pone de frente la vida, a modo de prueba trascendental.