Sophie Grimaldi
Leyendo la prensa estos días, mi atención ha sido atrapada por una noticia: la historia de un matrimonio japonés, el señor y la señora Kuroki, que viven en la región de Miyazaki. Ella se había quedado ciega a consecuencia de una diabetes severa y había caído en una profunda depresión. Para consolarla, durante dos años su marido había plantado en su jardín miles de shibazakura, una variedad de flores minúsculas que desprenden un perfume delicioso. Y la señora Kuroki ha vuelto a sonreír, ya sea por el olor de las flores o por el amor de su marido. La historia y el jardín de flores atraen desde entonces a muchísimos visitantes.
Siempre me ha fascinado la delicadeza del alma japonesa. Se nutre de lo cotidiano y hace de las flores, del té o de la caligrafía una vía de acceso a la búsqueda espiritual. Asimila de manera innata la comprensión del mundo a la belleza. Como Dios hace amanecer sobre malos y buenos, con la belleza pasa algo parecido. Es fugaz, llega a todos y no es de nadie. Algunos creen poseerla a través del lujo pero solo es una caricatura, ¿alguien acaso puede pagar por la risa de un niño? Escapa en gran parte a la racionalidad, algo se puede decir sobre ella pero su casi totalidad es inefable. A veces, hasta duele. Es como un aguijón que nos despierta y nos obliga a salir de este sopor voluntario en el cual nos envolvemos para protegernos del sufrimiento. Es el último refugio donde salvarse antes del precipicio de la desesperación.
Es curioso como en los días de duelo uno siempre se acuerda del tiempo que hacía. Parece que se busca un simple rayo de luz como oxígeno para respirar. Porque, allí, en el agujero en el que caemos, sabemos que eso no lo único. Un destello de belleza cualquiera nos lo recuerda y así abre espacio a la gracia.
Oí la historia de un prisionero que encerrado en un campo durante años compuso una ópera sinfónica en su cabeza. Durante las últimas guerras ha habido muchos seres humanos que han sido privados hasta de la luz del sol. Lo único que les podía rescatar es lo que albergaban en su interior. Cuando uno lleva mucho tiempo en la oscuridad, incluso la memoria de los rostros amados tiende a borrarse. ¿Qué será lo que quede entonces? El encarcelado descubrirá lo que hasta este día le parecía de poco valor: una melodía de su infancia, un poema, una oración, cualquier cerilla que sea capaz de alumbrarle.
La belleza nos hace levantar la mirada de nuestras heridas para mirar hacia arriba. Como una madre que cuida a su hijo enfermo, la hermosura nos alienta y reconforta. La necesitamos con urgencia porque el mundo actual esconde bajo su soberbia el latido de la acedia. Hace menos de un año, vi que habían instalado un piano en una estación de tren en Paris. Pregunté por qué. Era para que cualquiera que pasase por allí, se sentase a tocar música. Me conmovió este piano que esperaba a quien quisiera consolar a miles de viajeros. Porque al final ¿no será eso la belleza? ¿El consuelo que da un corazón que ama?